31/3/08

Mi madre

Mi madre vivió plenamente su tiempo, se dejó arrastrar por aquella corriente colectiva sin sospechar la inminente vorágine del precipicio. Habiendo crecido sin raíces sólidas la arrolló el ímpetu del torrente, no era un cauce, que podía verse embestido por la crecida y permanecer en su lugar, sino, en realidad, una humilde brizna de hierba, como decía en su poesía. El terrón en el que había nacido había caído en la corriente, obligándola a una navegación en solitario. Puede que ante el estruendo de la cascada, que al cabo de poco la arrojaría a lo desconocido, haya sentido nostalgia de esas raíces que nunca tuvo.

En el fondo, pensé, la estructura de un hombre no difiere mucho de la de un terreno cárstico: en superficie se suceden días, meses, años, siglos de un tiempo histórico en continua transformación -por encima de él pasan coches o carrozas, simples excursionitas o un ejército vencido-, pero por debajo la vida permanece intacta, siempre igual a sí misma. No existen variaciones de luz ni de temperatura en esas cavernas oscuras, no hay estaciones ni transformaciones, los urodelos chapotean felices tanto si llueve como si hace sol y las estalactitas continúan bajando hacia las estalagmitas como enamorados separados por una divinidad perversa. En ese mundo creado por el agua todo vive y se repite con un orden casi invariable. Así mi madre vivió con fervor los años de la revolución, para alcanzar ese sueño.

Susanna Tamaro

27/3/08

Los hombres que me gustan

Los hombres que me gustan o, por mejor decir, los hombres que me pierden, reúnen todos ellos, que yo sepa, tres condiciones concretas. En primer lugar, son guapos: me avergüenza reconocerlo, pero es así. Segundo, son inteligentes: si el más guapo del mundo dice una necedad se convierte en un pedazo de carne sin sustancia. Y ahora viene el ingrediente fundamental, el tercer elemento que cierra el ciclo de la seducción como quien cierra un candado: son individuos con una patología emocional que les impide mostrar sus sentimientos. Esto es, son los tipos duros, fríos, reservados, ariscos, en quienes creo adivinar un interior formidable de ternura que no consigue encontrar la vía de salida. Yo siempre sueño con rescatarlos de ellos mismos, con liberar ese torrente de afecto clausurado. Pero eso nunca se logra. Y lo que es aún peor: sospecho que, si algún día uno de esos chicos duros llegara a mutarse en un individuo afable y cariñoso, lo más probable es que dejara de gustarme.

Rosa Montero

26/3/08

Las aguas

Suena música en mi casa durante todo el día, pero cuando desciende la noche no puedo impedir que el lago, a veces enloquecido y otras sólo crepitante, se apodere de todo el sonido y me confunda con sus movimientos imaginarios. Creo descubrir en ocasiones que esas aguas tienen otra vocación, que no las hizo la Mano para permanecer estancadas, que se saben río, y mar, y rizo, y brisa, que se distraen de su dilatado destino jugando a ser lo que hoy no son pero tal vez fueron o quizá serán. Yo no las he visto bajo otra forma. Tampoco las veré, pues ya agonizo. Será ese lago sin duda lo último en mirarme, y lo único que ignoro es el aspecto con que sus aguas se me ofrecerán el día. Yo las prefiero como espejo empañado, cuando se muestran benévolas y sólo reproducen mis facciones difuminadas, sólo el contorno, la blanca mancha, lo esencial nada más, lo justo para reconocerme y poder, empero, contemplarme a voluntad como los muchos que fui, y los pocos que soy, y el esqueleto. Así las prefiero, pero su estatismo involuntario -tal vez impuesto- sólo sabe renegar de sí adquiriendo distintos rostros con la ayuda irreflexiva, indiferente y muda de la luna y el sol cambiantes.

Javier Marías

10/3/08

Carlos

"¿Ves como teño razón?", díxome Carlos. "Sodes unha familia chea de misterios", engadiu. Respondinlle: "Quizais por iso eu fun feliz, porque nunca quixen sabelo todo". Carlos sorriu e comentou: "Talvez teñas razón, Periquita, hai cousas que é mellor non sabelas". Díxenlle que non sabía a qué se estaba referindo en concreto, pero que desde había anos eu tiña a sensación de que sabía algo que non me quería dicir. Carlos seguía recostado no sillón de vimbio, cun vaso de whisky na man dereita e os ollos lixeiramente virados cara a lúa e as pernas cruzadas. Fixeime que non levaba calcetíns e que tiña os pés escuros, tostados polo sol, dunha cor lixeira que harmonizaba moi ben coa delicadeza da pel, unha suavidade case infantil, de melocotón, como se aínda conservase a carne que tiña cando era bebé. No dorso das mans, a pel semellaba distinta. Eran mans de home, fortes e duras, aquelas mans que cando dabamos unha volta na Harley-Davidson se convertían no centro dos meus ollos, como se o rostro de Carlos, que eu non podía ver desde a miña posición na parte de atrás da moto, se reflictise nelas e me devolvesen a imaxe firme da súa mandíbula, o poderío muscular do seu pescozo e aquela boca transparente, chea de inocencia, incapaz de mentir, incluso cando permanecía en silencio e soamente parecía estar pensando.

Carlos Casares

9/3/08

Plaza Garibaldi

En el D.F., en México D.F., hay una plaza que se llama la Plaza Garibaldi. Está llena de mariachis, ¿saben? Uno se puede parar en un semáforo, bajar la ventanilla, unos mariachis se acercan y uno le pide una de Jose Alfredo y te la cantan por un módico precio. Es un disparate, la verdad. Pero la música se vive de forma apasionada. Hay un garito en la Plaza Garibaldi que se llama Tenampa. Es difícil mantener una conversación entre el estruendo de muchos mariachis cantando cada uno la suya. Y hay un tipo que se pasea entre las mesas con una batería y te ofrece los bornes de la batería para que los agarres, para recibir una descarga. Se llaman toquecitos, y la gente paga por eso. México es todo un disparate maravilloso y es normal que uno se enamore de esa ciudad casi a primera vista.

Ismael Serrano

4/3/08

Yo creía


Quizá fuera la muerte de mi antiguo profesor la que disparó el mecanismo de autodestrucción, no sé cuánto tuvo que ver el dolor de ver morir a José Merlo con la saña destructiva de un yo contra yo, pero sí sé que fue más o menos a aquella edad cuando la cosa se recrudeció. Yo elegí, sin saber siquiera que lo había elegido (y lo peor de todo es que las elecciones inconscientes son las únicas sinceras), matarme a base de copas haciendo honor al viejo dicho que reza alicantina, borracha y fina; y lo cierto es que si hubiera seguido al ritmo que llevaba, quizá hubiera recorrido un camino parecido al de José Merlo, sólo que en lugar de palmarla de un enfisema habría sucumbido a una cirrosis.

Yo creía que me lo pasaba bien navegando en un turbulento mar de alcohol que amainaba las heridas sin llegar nunca a puerto; creía de verdad que había algo de heroico en levantarme sudando ginebra y lágrimas al lado de un bulto sin identificar, con la resaca como una piedra atada a una soga que colgara de mi cuello y que me arrastrara hacia el fondo de unas sábanas extrañas y arrugadas de las que no podía despegarme.

Yo creía de verdad que cada copa era como una llave mágica capaz de abrir celdas interiores desde donde liberar sentimientos y recuerdos suprimidos; creía de verdad encontrar confesores discretos y solidarios en los compañeros de borrachera y refugio en las barras de los bares en las que mis dolores no tendrían que rendir exámenes ni explicar sus orígenes.

Yo creía, lo creía de verdad, que estaba salvada si me jugaba a los bares mis últimas fichas, creía en las letras de los tangos y en la mística de las barras, y así me convertí en la loca que busca en el licor que aturda la curda que al final ponga el punto final, el último golpe de gracia y talento a la función, corriéndole un telón al corazón, casi sin esperar a oír el último aplauso.

Lucía Etxebarria