30/8/08

Carta a padre

I
Estos días, padre, y en este sol de la infancia
me viene tu recuerdo como un viento caliente,
el viento que en verano acunaba las siestas
y secaba el camino por donde tú llegabas.

Recuerdo tus silencios en las noches de invierno.
Cuando, sentados juntos, madre contaba historias
y tú te sonreías del miedo y de los muertos.
Y decías: “A quien hay que temer es a los vivos”.

Luego más tarde supe, padre, que tus temores
venían de muy lejos y habitaban cercanos
en las calles de barro y en las casas de adobe
y te ahogaban el pecho y el corazón cansado.

Pocas veces hablaste de la guerra, aunque a veces
nos dejabas que viéramos la metralla azulada
que aún tenías en el cuerpo y nosotros pasábamos
los dedos por aquellas cicatrices de hierro.

No estuviste en el bando de quienes conquistaron
esa paz que te trajo el miedo de los días,
el silencio del hambre, la búsqueda imposible
del sueño de un muchacho de diecinueve años.

El miedo de los vivos te ha acompañado siempre.
Y puso entre tus brazos el dolor de las cosas,
cuando España no era sino la historia triste
más triste de todas las historias de la historia.

Te recuerdo en la noche cuando en la vieja radio
buscabas entre ruidos que estaban prohibidos
la esperada noticia de que, al fin, aquel año
un viento bien distinto lo barrería todo.

Pero nunca llegó aquello que esperabas.
Ni siquiera más tarde, cuando todo cambió
pudiste pronunciar en las nuevas palabras
las que el miedo te había cosido a los labios.

Era la historia otra. Y eran otras las cosas.
Y seguían los mismos que habitaban tus miedos.
Aquella vieja radio años llevaba rota
y Radio Pirenaica era sólo nostalgia.

II
Tú me enseñaste, padre, a andar en bicicleta
y a mirar la pobreza con orgullo y sin miedo.
Y que todo es de todos cuando el hambre lo dice
y que el dinero vale para comer hoy mismo.

Recuerdo tu sudor amasando el adobe.
Y los sacos de pájaros que te daban a cambio
de limpiar los tejados y la fiesta que era
aquella noche en casa –risa y pájaros fritos-.

Yo no sé si he tenido tiempo para contarte
de mis libros y versos. De mis tristes triunfos,
de todos mis fracasos. Ni de las muchas veces
que te he echado de menos cuando he llorado solo.

Y de lo que me gustaba el mediodía del sábado
cuando los dos tomábamos en aquel bar de Poli
un vino y me decías que, al fin, los socialistas
subirían las pensiones y había que darles tiempo.

Luego fuiste dejando memorias y recuerdos
Y tu mundo fue oscuro como el de aquellas noches
de los cuentos de madre en la cocina fría
y mirabas sin vernos. Y llorabas a veces.

Ahora, en estos días azules de mi infancia,
cuando tengo los mismos años que tú tenías,
te recuerdo callado y me dicen a veces
que soy como tú mismo. Y, como tú, yo callo.

Rodolfo Serrano

26/8/08

Javier (II)

Cuando el sonido del telefonillo anunció que Javier aguardaba a que un chasquido eléctrico le concediese permiso para recuperar sus enseres, ella aún rodeaba con la mirada el clasificador. Después de apretar el botón, corrió apresurada a la puerta para recibir a Javier. Vislumbró desde el vestíbulo su silueta. Subía los peldaños de dos en dos, como de costumbre, y apretaba con firmeza la barandilla, la única protección que impedía a los vecinos caer por las escaleras viejas y mugrientas del edificio. Al sobrepasar el último escalón, Javier levantó la vista. Estaba tenso, con una expresión no de incomodidad, pero sí de malestar. Emitió un gruñido, que ella tomó como saludo, y se metió las manos en los bolsillos para disimular la inquietud.

-Hola. Oye, ¿te pasa algo? Habíamos quedado hace un buen rato y la verdad es que traes mala cara -dijo ella tratando de introducir un poco de normalidad en aquel encuentro.

Javier no contestó y dirigió sus pasos al salón. Ella fue detrás, molesta por la respuesta silenciosa que acababa de obtener.

-¿Sabes? Lo mínimo que esperaba es que nos comportásemos como personas civilizadas, pero si no pones de tu parte, difícilmente podremos llegar a ningún lado.

-Es que no hay ningún lado al que llegar. Solo he venido a por mis cosas y creo que para eso no es necesario hablar -replicó Javier con un tono cortante.

Ella se dio por vencida y permaneció en el umbral de la puerta del salón mientras Javier cogía las dos malditas cajas. Pero algo llamó la atención de éste, que se paró en seco a retirar uno de los objetos. La carpeta. Ella rompió a llorar.

-Javier. ¡Javier! ¿Qué haces? ¿Qué demonios estás haciendo? Cógelo, ¡cógelo y vete! Te juro que no te entiendo, no soy capaz de comprenderte. En serio, ¿quieres terminar así? Dime. ¡Di algo!

Gritaba y hacía aspavientos con las manos. Quería zarandear a Javier, golpearlo, quebrar la impasibilidad que lo mantenía con los brazos caídos y la boca cerrada.

-Mírame, Javier, so... soy yo -intentó explicarle que lo amaba, que para ella nada había cambiado; sin embargo, el llanto entrecortaba su discurso y el pecho empezaba a dolerle, por lo que tuvo que sentarse. Ahora que veía a Javier desde esa perspectiva se sentía realmente pequeña-. Soy yo.

Javier, de pie junto a ella, respiraba con fuerza y apretaba los puños. Ella lo observaba, con los ojos enrojecidos y las lágrimas bañando ambas comisuras de la boca. Abandonados al destino, tardaron varios segundos en reaccionar. Cuando quisieron darse cuenta, Javier se había inclinado para besarla. La besaba con dulzura, sosteniendo su nuca con una mano y, con la otra, acariciando su mejilla. Ella lo abrazaba, lo asía, protegía la pena con el pecho del hombre de su vida. Y entonces se entregaron el uno al otro. Se entregaron sus flaquezas, sus ilusiones, sus miedos, se entregaron un Todo contenido en un beso eterno, porque sabían que aquella sería la última vez. Aquella sería la despedida.