27/7/07

Vivir así

Empezamos a vivir así, como si cada día fuese el primero, como si cada día redescubriésemos el placer de poder estar juntos. No quiero daros una imagen falsamente ñoña de aquella época. En verdad todo era hermoso, pero no con la hermosura de los campanarios. Vivíamos no como dos recién casados, término a mi parecer peyorativo, sino como una pareja de homosexuales que se palmean en la espalda, que se besan y discuten, que se miran de igual a igual.


Parecía que aquello iba a durar siempre. Las largas discusiones hasta el alba, las partidas de mus con los vecinos. La extraña sensación de no estar solos, de formar una sociedad limitada con enormes posibilidades de futuro. Nunca llegue a mudarme al atelier pero mi habitación del segundo piso permanecía vacía casi siempre, relegada en el olvido. No vivíamos juntos pero estábamos juntos todo el tiempo.

Parecía como si aquella fuerza nueva nos hubiese hecho cambiar de opinión sobre las cosas. Empezamos a frecuentar las salitas del cineclub de Saint-Germain-de-Près donde ponían películas antiguas y los sillones se hundían como ciénagas bajo nuestro peso alegre. Pascal compraba palomitas caramelizadas y yo ponía mis piernas sobre sus rodillas, mientras alguna historia atroz de incesto o de crimen discurría ante nuestros ojos extrañamente regocijados. A veces nos citábamos como dos amantes de la belle époque en un restaurante ruso cerca de la rue de Bucy. Yo llegaba antes de tiempo para disfrutar del placer de la espera, para disfrutar del miedo de perderlo y verlo finalmente aparecer, empujando la puerta del Moscova, con su gabán de resistente empapado por la lluvia.

Comíamos con una nueva avidez, muertos de hambre, cuerpos desbocados por un existir tan fuerte, pasteles y bocadillos, patatas fritas con mayonesa. Nos emborrachábamos juntos como dos adolescentes que se percataban de la fuerza telúrica del alcohol en los baños de un colegio de curas. Éramos tontos, nos reíamos a morir por cualquier chiste sin gracia. Yo robaba huevos de chocolate en el supermercado de la esquina para deslizarlos bajo su almohada y que Pascal los encontrase al despertar, boquiabierto como un besugo, presentes dignos del ratoncito Pérez.

Yo era feliz, tan feliz como es posible. Nunca pensaba más que en el presente. Abandoné toda preocupación, toda filosofía de trastienda. La tristeza se me antojaba vieja de mil años, anticuada, ñoña, sin sitio alguno dentro de mis días. Y es que mis días estaban tan llenos, tan repletos de actividades esenciales: comer, dormir la siesta, andar en bicicleta bajo la lluvia, meredar, estirarme cuan larga era en el sofá, abandonar toda mala duda en el futuro.

- Nuestra vida es una perpetua y esplendorosa merienda. ¿No crees?

Empecé a recobrar el gusto perdido por los largos paseos interminables a través de aquel París bullidor de fin de fiesta. París sigue siendo esa ciudad lasciva del delta de Venus donde cada cortina encubre un cuerpo desnudo, un vaivén amoroso, donde cada ventana entornada ahoga un encuentro furtivo. París sigue siendo amiga del sensual pero enemiga acerba del solitario.

El París de los enamorados se asemeja al París de los niños o de los viejos. Pascal y yo nos encontrábamos así de pronto paseando por de Jardín aux Plantes, dándonos rendez-vous sin motivo alguno en el parque Montsouris, contemplando los barquichuelos del estanque en las Tullerías, leyendo el periódico bajo el sol tímido de invierno de los jardines de Luxemburgo. Nos sentábamos en las hamacas metálicas que pertenecen al parque donde los parisinos juegan a las cartas, leen Le Monde, se dan citas a ciegas. Yo apoyaba mi cabeza sobre su estómago, entornaba los ojos y veía estrellas de luz velada, o una cortina de carne, el periódico reflejaba los rayos de sol y yo escuchaba el latir pausado del corazón de mi amante.
Blanca Riestra