4/2/09

Javier (VIII)


Ese tipo de comportamientos era el que sacaba a Raquel de sus casillas.

-Me voy a Argentina.

Et voilà!, el mundo razonable y responsable se esfumaba. No es que no hubiese que luchar por el amor, pero Javier había hecho méritos suficientes como para haberse convertido en un auténtico cabronazo de por vida y no oponerse a la demencia de su amiga habría equivalido a una falta grave de amistad.

Raquel pecaba de precavida. Sus experiencias en la afanosa labor amatoria se circunscribían a furtivos lances de adolescencia temprana, en los que se destaparon con cierta premura las complicaciones de la pasión dividida que atacaba al muchacho. La fatídica decisión de éste había dejado a Raquel descompuesta y sin el joven, quien se granjeó los aplausos de sus imberbes camaradas por el ávido triunfo de una pretendienta despechada y una novia que le superaba en edad. Al pensar en Javier, el rencor de la usurpación hacía acto de presencia, trayendo consigo los fantasmas de un querer infantil, y cubría al doctor con el manto de las dudas sobre su papel en el juego de dos que el truhán le había apuntalado en el subconsciente. No quería que a su amiga la arrollase el tren de la deslealtad, más valía dejar las aguas en calma ahora que Javier había determinado marcharse.

A Marta aquel teatrillo le hacía gracia. No sabía quién era peor, si el profesor que insistía en las ventajas de la heterosexualidad para poder discutir con ella cuando tenía la oportunidad o la Pretty Woman en versión musical que cantaba al amor verdadero y se había presentado en el salón para animarle la noche. Reírse era cuanto acertaba a argumentar. Porque Marta era de esas personas capaces de simplificar los problemas hasta el extremo de la sensatez. Para Marta las decisiones de uno se dividían en dos grupos: aquellas de las que te arrepentías cuando una bocanada de recuerdos te sobresaltaba en la vigilia nocturna y las que retumbaban en los oídos con preguntas que jamás serían contestadas. Y solo eran de valor las primeras. Con total sinceridad, se sentía orgullosa de la valentía que mostraba su amiga. Si ella quería perseguirlo, adelante, poco importaba que fallase en su empresa porque el camino de vuelta era el mismo que de ida. Y a Raquel que la zurciesen, que siempre estaba igual.

¿Y qué pensaba ella? Pues que ahora o nunca. No tenía ni idea de cómo arreglárselas para organizar el viaje, pero algo se le ocurriría. Siendo prácticos, necesitaba investigar más a fondo sobre la repentina excedencia de Javier y el trabajo que había aceptado, aunque no estaría de más saber dónde ejercía para concretar el destino. Luego tomaría el primer vuelo que encontrase en Internet. ¿Y qué le diría? ¡Dios Santo! Había tantas cosas que quería decirle que tendría que hacer una lista y clasificarlas por orden de preferencia. ¿Comunicar a sus padres la partida? Mejor no. Confiaba en clausurar su pesquisa con éxito en pocos días, viajar a Argentina y regresar para el final de los exámenes, preferiblemente con Javier del brazo. Calculaba que si la expedición se ponía demasiado fea o encomiablemente bonita, sus ahorros le permitirían permanecer en Argentina un mes a lo sumo. Para intentar salvar la situación si se ponía fea o para disfrutar de unas vacaciones eventuales si todo se solucionaba. Muchos “si” para ningún “sí”. Todo esto le rondaba por la cabeza, al pie de un paso de cebra, mientras contaba los segundos que faltaban para que el muñequito verde venciese a su oponente rojo. Y alguien la agarró por la cintura.

29/1/09

Javier (VII)

El bienio parisino resucitó en el alma de Javier tan pronto como la vio por los pasillos. El pelo corto, moreno y liso, destapaba dos orejas diminutas perfectamente alineadas sobre un cuello de cisne lila. Sus ojos verdes, distraídos, caminaban al ritmo que asumieron los latidos del corazón de Javier, que se sintió un privilegiado por respirar el mismo aire que llenaba aquel pecho. Pequeña y graciosa, su belleza era atemporal, el dulce arrullo de un soul. Fue una visión rápida, el segundo que tardó en introducirse en el aula ante su estupefacción, pero Javier siempre recordaría el resultado de ese leve contacto, idéntico al estremecimiento que recorrió su cuerpo cuando contempló La Sorbona por primera vez.

Aturdido, tomó el pestillo de la puerta y la cerró tras de sí.

J’ai perdu mon amie, sans l’avoir mérité, pour un boquet de roses que je lui refusai. Era curioso. La cancioncita infantil que Javier le había enseñado había cobrado un sentido despiadadamente premonitorio. Il y a longtemps que je t’aime, jamais je ne t’oublierai. Hacía más de un mes que Javier se había marchado y más de dos semanas que ella había decidido esperar. Esperar a nada, quizás. O esperar a que el tiempo se lo devolviese. Con todo, las cosas parecían no querer encauzarse. En la facultad no se había vuelto a saber nada de Javier y ninguno de los profesores le pudo facilitar información sobre su paradero exacto. La época de exámenes se avecinaba enseñando sus garras en forma de apuntes incompletos y el intranquilo poso que sostenía la espera nublaba su concentración tanto o más que las lágrimas de las semanas anteriores. Buscó refugio en la pintura, un vicio que había descuidado cuando la llegada de Javier lo desplazó como una droga pasada de moda, y retomó la adicción sin sentir el vacío de la tregua. Pintó, pintó con el alma en cada trazo, mojando el pincel en un llanto que sólo ahora encontraba el camino certero por el que fluir. Ni siquiera se detenía a considerar el hipotético significado de sus composiciones, cuando exprimía un lienzo hasta secarse por dentro, otro despertaba un nuevo torrente de emociones. La aparente abstracción de sus miedos se tornó nítida en el momento en el que, sobre la tela blanca, los ojos de Javier la miraron. Pero era un Javier distinto. Un Javier más joven, un Javier ingenuo, sin las arrugas fruto del recelo, un Javier que ella no había conocido y que, sin embargo, era cuanto le quedaba de Javier. Un Javier que amaba, que amaría. Un Javier que nunca la habría dejado.

Al terminar el retrato sintió un alivio que no pudo identificar. La cabeza le había dado vueltas y vueltas durante días interminables y aquel reposo intruso estaba fuera de lugar, Javier seguía sin estar allí. Entonces lo supo.

A toda prisa, adecentó el salón, colocando el caballete con sumo cuidado para salvaguardar el lienzo recién concluido y se dio una ducha rápida para quitarse el olor a disolvente. Eran las ocho de la tarde, así que supuso que Marta y Raquel ya habrían vuelto de sus respectivas clases. En la calle, el frío la saludó con un abrazo helado y las farolas la escoltaron hasta la parada del autobús. Los escaparates habían perdido la luminiscencia en favor de carteles con tentadoras ofertas, los coches empezaban a asomar la escarcha sobre las lunas y las multas y a través de las ventanas de los edificios se distinguían las siluetas de los presentadores de informativos en las televisiones. No echó en falta el mp3 que solía acompañarla, quería observar lo que había a su alrededor porque ya había descubierto cuanto necesitaba advertir de sí misma.

El trayecto se le hizo corto pensando en cómo se lo diría a sus amigas. Raquel pondría el grito en el cielo, de eso estaba segura, pero Marta la apoyaría. Era cuestión de exponer los hechos de manera que los pros se disparasen por encima de los contras. Y no sería difícil. Después de siete paradas, bajó del autobús y se encaminó al portal que localizó al instante.

28/1/09

Claire

Dio media vuelta y cedió a la tentación de un último sueño, un sueño del que escapaba de vez en cuando para abrir un ojo y comprobar que Cósimo seguía allí, intentando encontrar una respuesta a su pregunta y las claves últimas de la historia que había interrumpido involuntariamente. Claire era así, y así la recordaba después de tanto tiempo: imprevisible, particular, excéntrica, moderadamente burguesa en su gusto por el chocolate de calidad y los sombreros de última moda, talentosa, expresiva, alegre a ratos y calculada en su melancolía, rubia, pálida, irlandesa, pintora. Fue la primera mujer con quien pasó una noche entera, la primera que se despertó a su lado, la primera a quien vio desperezarse suavemente para regresar a la vida. Eso bastaba para hacerla inolvidable.

Marta Rivera de la Cruz

25/12/08

Lo peor del amor

Lo peor del amor cuando termina
son las habitaciones ventiladas,
el puré de reproches con sardinas,
las golondrinas muertas en la almohada.

Lo malo del después son los despojos
que embalsaman al humo de los sueños,
los teléfonos que hablan con los ojos,
el sístole sin diástole sin dueño.

Lo más ingrato es encalar la casa,
remendar las virtudes veniales,
condenar a la hoquera los archivos.

Lo peor del amor es cuando pasa,
cuando al punto final de los finales
no le quedan dos puntos suspensivos…


Joaquín Sabina

19/12/08

Tabacaria

Não sou nada.
Nunca serei nada.
Não posso querer ser nada.
À parte isso, tenho em mim todos os sonhos do mundo.


Janelas do meu quarto,
Do meu quarto de um dos milhões do mundo que ninguém sabe quem é
(E se soubessem quem é, o que saberiam?),
Dais para o mistério de uma rua cruzada constantemente por gente,
Para uma rua inacessível a todos os pensamentos,
Real, impossivelmente real, certa, desconhecidamente certa,
Com o mistério das coisas por baixo das pedras e dos seres,
Com a morte a por umidade nas paredes e cabelos brancos nos homens,
Com o Destino a conduzir a carroça de tudo pela estrada de nada.


Estou hoje vencido, como se soubesse a verdade.
Estou hoje lúcido, como se estivesse para morrer,
E não tivesse mais irmandade com as coisas
Senão uma despedida, tornando-se esta casa e este lado da rua
A fileira de carruagens de um comboio, e uma partida apitada
De dentro da minha cabeça,
E uma sacudidela dos meus nervos e um ranger de ossos na ida.


Estou hoje perplexo, como quem pensou e achou e esqueceu.
Estou hoje dividido entre a lealdade que devo
À Tabacaria do outro lado da rua, como coisa real por fora,
E à sensação de que tudo é sonho, como coisa real por dentro.


Falhei em tudo.
Como não fiz propósito nenhum, talvez tudo fosse nada.
A aprendizagem que me deram,
Desci dela pela janela das traseiras da casa.
Fui até ao campo com grandes propósitos.
Mas lá encontrei só ervas e árvores,
E quando havia gente era igual à outra.
Saio da janela, sento-me numa cadeira. Em que hei de pensar?


Que sei eu do que serei, eu que não sei o que sou?
Ser o que penso? Mas penso tanta coisa!
E há tantos que pensam ser a mesma coisa que não pode haver tantos!
Gênio? Neste momento
Cem mil cérebros se concebem em sonho gênios como eu,
E a história não marcará, quem sabe?, nem um,
Nem haverá senão estrume de tantas conquistas futuras.
Não, não creio em mim.
Em todos os manicômios há doidos malucos com tantas certezas!
Eu, que não tenho nenhuma certeza, sou mais certo ou menos certo?
Não, nem em mim...
Em quantas mansardas e não-mansardas do mundo
Não estão nesta hora gênios-para-si-mesmos sonhando?
Quantas aspirações altas e nobres e lúcidas -
Sim, verdadeiramente altas e nobres e lúcidas -,
E quem sabe se realizáveis,
Nunca verão a luz do sol real nem acharão ouvidos de gente?
O mundo é para quem nasce para o conquistar
E não para quem sonha que pode conquistá-lo, ainda que tenha razão.
Tenho sonhado mais que o que Napoleão fez.
Tenho apertado ao peito hipotético mais humanidades do que Cristo,
Tenho feito filosofias em segredo que nenhum Kant escreveu.
Mas sou, e talvez serei sempre, o da mansarda,
Ainda que não more nela;
Serei sempre o que não nasceu para isso;
Serei sempre só o que tinha qualidades;
Serei sempre o que esperou que lhe abrissem a porta ao pé de uma parede sem porta,
E cantou a cantiga do Infinito numa capoeira,
E ouviu a voz de Deus num poço tapado.
Crer em mim? Não, nem em nada.
Derrame-me a Natureza sobre a cabeça ardente
O seu sol, a sua chava, o vento que me acha o cabelo,
E o resto que venha se vier, ou tiver que vir, ou não venha.
Escravos cardíacos das estrelas,
Conquistamos todo o mundo antes de nos levantar da cama;
Mas acordamos e ele é opaco,
Levantamo-nos e ele é alheio,
Saímos de casa e ele é a terra inteira,
Mais o sistema solar e a Via Láctea e o Indefinido.


(Come chocolates, pequena;
Come chocolates!
Olha que não há mais metafísica no mundo senão chocolates.
Olha que as religiões todas não ensinam mais que a confeitaria.
Come, pequena suja, come!
Pudesse eu comer chocolates com a mesma verdade com que comes!
Mas eu penso e, ao tirar o papel de prata, que é de folha de estanho,
Deito tudo para o chão, como tenho deitado a vida.)


Mas ao menos fica da amargura do que nunca serei
A caligrafia rápida destes versos,
Pórtico partido para o Impossível.
Mas ao menos consagro a mim mesmo um desprezo sem lágrimas,
Nobre ao menos no gesto largo com que atiro
A roupa suja que sou, em rol, pra o decurso das coisas,
E fico em casa sem camisa.


(Tu que consolas, que não existes e por isso consolas,
Ou deusa grega, concebida como estátua que fosse viva,
Ou patrícia romana, impossivelmente nobre e nefasta,
Ou princesa de trovadores, gentilíssima e colorida,
Ou marquesa do século dezoito, decotada e longínqua,
Ou cocote célebre do tempo dos nossos pais,
Ou não sei quê moderno - não concebo bem o quê -
Tudo isso, seja o que for, que sejas, se pode inspirar que inspire!
Meu coração é um balde despejado.
Como os que invocam espíritos invocam espíritos invoco
A mim mesmo e não encontro nada.
Chego à janela e vejo a rua com uma nitidez absoluta.
Vejo as lojas, vejo os passeios, vejo os carros que passam,
Vejo os entes vivos vestidos que se cruzam,
Vejo os cães que também existem,
E tudo isto me pesa como uma condenação ao degredo,
E tudo isto é estrangeiro, como tudo.)


Vivi, estudei, amei e até cri,
E hoje não há mendigo que eu não inveje só por não ser eu.
Olho a cada um os andrajos e as chagas e a mentira,
E penso: talvez nunca vivesses nem estudasses nem amasses nem cresses
(Porque é possível fazer a realidade de tudo isso sem fazer nada disso);
Talvez tenhas existido apenas, como um lagarto a quem cortam o rabo
E que é rabo para aquém do lagarto remexidamente


Fiz de mim o que não soube
E o que podia fazer de mim não o fiz.
O dominó que vesti era errado.
Conheceram-me logo por quem não era e não desmenti, e perdi-me.
Quando quis tirar a máscara,
Estava pegada à cara.
Quando a tirei e me vi ao espelho,
Já tinha envelhecido.
Estava bêbado, já não sabia vestir o dominó que não tinha tirado.
Deitei fora a máscara e dormi no vestiário
Como um cão tolerado pela gerência
Por ser inofensivo
E vou escrever esta história para provar que sou sublime.


Essência musical dos meus versos inúteis,
Quem me dera encontrar-me como coisa que eu fizesse,
E não ficasse sempre defronte da Tabacaria de defronte,
Calcando aos pés a consciência de estar existindo,
Como um tapete em que um bêbado tropeça
Ou um capacho que os ciganos roubaram e não valia nada.


Mas o Dono da Tabacaria chegou à porta e ficou à porta.
Olho-o com o deconforto da cabeça mal voltada
E com o desconforto da alma mal-entendendo.
Ele morrerá e eu morrerei.
Ele deixará a tabuleta, eu deixarei os versos.
A certa altura morrerá a tabuleta também, os versos também.
Depois de certa altura morrerá a rua onde esteve a tabuleta,
E a língua em que foram escritos os versos.
Morrerá depois o planeta girante em que tudo isto se deu.
Em outros satélites de outros sistemas qualquer coisa como gente
Continuará fazendo coisas como versos e vivendo por baixo de coisas como tabuletas,


Sempre uma coisa defronte da outra,
Sempre uma coisa tão inútil como a outra,
Sempre o impossível tão estúpido como o real,
Sempre o mistério do fundo tão certo como o sono de mistério da superfície,
Sempre isto ou sempre outra coisa ou nem uma coisa nem outra.


Mas um homem entrou na Tabacaria (para comprar tabaco?)
E a realidade plausível cai de repente em cima de mim.
Semiergo-me enérgico, convencido, humano,
E vou tencionar escrever estes versos em que digo o contrário.


Acendo um cigarro ao pensar em escrevê-los
E saboreio no cigarro a libertação de todos os pensamentos.
Sigo o fumo como uma rota própria,
E gozo, num momento sensitivo e competente,
A libertação de todas as especulações
E a consciência de que a metafísica é uma consequência de estar mal disposto.


Depois deito-me para trás na cadeira
E continuo fumando.
Enquanto o Destino mo conceder, continuarei fumando.


(Se eu casasse com a filha da minha lavadeira
Talvez fosse feliz.)
Visto isto, levanto-me da cadeira. Vou à janela.
O homem saiu da Tabacaria (metendo troco na algibeira das calças?).
Ah, conheço-o; é o Esteves sem metafísica.
(O Dono da Tabacaria chegou à porta.)
Como por um instinto divino o Esteves voltou-se e viu-me.
Acenou-me adeus, gritei-lhe Adeus ó Esteves!, e o universo
Reconstruiu-se-me sem ideal nem esperança, e o Dono da Tabacaria sorriu.

Álvaro de Campos (Fernando Pessoa)

30/11/08

Javier (VI)

París le recibió con las verdosas aguas del Sena discurriendo sin apremio frente a Notre-Dame. La Torre Eiffel emergía al oeste del VII Distrito reclamando a las nubes su lugar en el cielo y por los Campos Elíseos se deslizaban sobre cuatro ruedas las nuevas almas virtuosas de regreso al triunfo. La armonía de la ciudad mantenía un sabor a principios del siglo XX, pero las minifaldas parecían haber olvidado el Mayo francés, y a las boinas se había sumado la ropa ceñida y cara reconciliada con el comunismo. En los tejados, los gatos maullaban La vie en rose al ardor de chimeneas despojadas de donosura. Quedaba en el aire el recelo de aquel tesoro bohemio bautizado con el nombre de pobreza y en Montparnasse la calefacción y el agua corriente traicionaban el fulgor de la creatividad. El asfalto parisino rugía entre luces flotantes, las bocinas ambientaban la rutina de los gabachos y, en los cafés, los croissants desayunaban corbatas con zapatos a juego. La Ville lumière caminaba pendiente del segundero mientras, en el Louvre, la Historia juraba aliarse con Saturno. Tan sólo La Sorborna emulaba las antiguas creencias, templo de un saber medieval unido al espíritu bullicioso de la cultura.

Las aulas de la Paris IV-Sorbonne estaban recubiertas de madera tallada, que terminaba en encumbrados yesos pintados de bronce. Surcos y filigranas en memoria de una época gloriosa, ajena a las pestes y las guerras, donde los libros se protegían como inquilinos atemporales. Javier nunca había imaginado algo semejante: la perfección arquitectónica al servicio de la erudición. Era imposible no extraviar la atención recorriendo cada ribete, cada una de las pinturas que clamaban bajo las alocuciones de los catedráticos. Y el francés lo empapaba todo. Un habla exquisita, refinada, cimentada en chansons y grandes tratados.

Javier pasó dos años en París. Dos años que fraguaron buena parte de su carácter y le concedieron la perspectiva de que la soledad se revela como única compañera de viaje. Se había afincado en el barrio de Montparnasse. Su casera, Emilie Rajoux, regentaba una pequeña mercería en el centro de París y, aunque sus ingresos no eran excesivos, el alquiler del mentado piso le permitía llegar a fin de mes sin apuros. Soltera y sin hijos, Emilie relataba a quien quisiera escuchar las desgracias de su madre, Delphine Rajoux, una prostituta del barrio rojo de Pigalle que se había quedado embarazada de un conocidísimo pintor español. Sin embargo, la negativa del artista de reconocer a Emilie como hija había llevado a Delphine a la locura y, una mañana de enero, se había lanzado al Sena desde el Pont Louis-Philippe. Emilie contaba que el cadáver jamás había sido hallado y que por ello sabía que su madre la había protegido siempre, escondida en las alcantarillas de París. Emilie pronto se encariñó con Javier. Decía que era idéntico a su padre y que el gracejo de su rostro le recordaba a la expresión del pintor. Javier sentía un profundo afecto por Emilie, pero cada día que pasaba intuía con mayor certeza que su estancia allí sería pasajera. Los espejismos no duran más que un abrir y cerrar de ojos, de ahí su maravilla.

Durante el primer año, Javier terminó la carrera de Filosofía y Letras. Era un estudiante modelo, que participaba en clase y redactaba los exámenes con una corrección resplandeciente. Sus profesores le atendían con amabilidad, pero estableciendo ciertas distancias, y Javier agradeció ese trato inmensamente, ya que los estudios conformaban su única motivación. Javier respiró París como un visitante, no llegó a tejer su lecho junto a los cuerpos del Panteón ni a creerse un parigot. Disfrutó de paseos por calles que otros anhelaban, se instruyó en el arte y en la vida y, cuando obtuvo el doctorado, dio por fenecida su ambición, orgulloso de haberse acompañado en aquella peripecia.

13/11/08

Culpas y dudas

La niña me culpa por no haberlo sabido. Debía haberlo sabido... Yo era la madre, yo era la esposa, y debía haber sabido que el padre, que el marido... Nunca podré compensarla, sabe usted... Podría vivir hasta los doscientos años y aún así no tendría tiempo suficiente para compensarla.

Me culpa la niña, digo, pero lo cierto es que cuando sucede una cosa como ésta todo el mundo echa la culpa a la madre, por mucho que el daño, en sustancia, lo haya hecho el padre. Pero estoy segura de que todo el mundo implicado en la historia piensa que la culpa la tuve yo, que no vigilé, que no protegí o que sabía más de lo que decía saber. Pero yo no sabía nada, de verdad que no sabía nada. Y cuando yo me paro a pensar en la historia, siempre acabo pensando que la culpa de todo no la tuve yo, ni mi niña, desde luego la niña no... Y a veces , qué quiere que le diga, acabo pensando también que la culpa, además de tenerla el padre, la tuvo también el qué dirán, quizá sea por quitarle hierro al asunto o quitarle culpa a mi marido, porque es difícil odiar a alguien a quien se quiso y porque las dudas todavía me zumban por la cabeza, que a veces creo que me va a estallar... no sé, ni a mi peor enemigo le deseo dudas como éstas.

Lucía Etxebarria

11/11/08

Sin puntos ni comas

No somos siempre nosotros el bueno,
no tienen otros la culpa de todo,
la redención mata más que el veneno,
perfil de plata, borceguí de lodo.

Neuras y gritos y coches y aromas,
calles y cuerpos y noches y azares,
sigue corriendo, sin puntos ni comas,
sube al infierno, baja a los altares.

Perdí mi sueldo de bombero un día,
que, por jugar a echar troncos al fuego,
quemé los muros de la patria mía.

¿Cómo iba yo a saber que la hidalguía
era el pijama a rayas del talego
y la ambición, un perro policía?


Joaquín Sabina

29/10/08

Javier (V)

El padre de Javier, el Capitán Gervasio Aledo, era Capitán de la Marina de guerra. Javier lo recordaba desde niño vestido con su traje de oficial y, quizás por ello, solía asociar la figura paterna al dibujo que los cuatro galones perfilaban en la tela azul. Gervasio Aledo recibía el trato de señoría por parte de su regimiento y esa era casi la misma disciplina que había impuesto en su vida familiar. Nunca había proferido muestras de afecto a su único hijo, lo que contrastaba con la afable actitud que Celia Mena, su mujer, le consagraba. El matrimonio no había tenido más descendencia, a excepción de un embarazo fracasado que había precedido el nacimiento de Javier. Celia había conseguido sobreponerse a la pérdida y se había jurado que el pequeño recibiría también el cariño que no podría dar a la criatura que durante cinco meses había albergado en su vientre. Sin embargo, el carácter de Gervasio se endureció con el malparto y, maldiciendo a su esposa en silencio, se fue alejando de los sentimientos hasta formar un cuartel con aspecto de hogar. Javier supo del suceso mucho tiempo después, pasada la mayoría de edad y en el lecho de muerte de Celia Mena, quien le confió el secreto, y la razón del trato de su padre:

-No lo odies, Javier, tu padre no fue jamás así. Tienes que entender…, tienes que entender que para él fue muy duro. Era una niña, ¿sabes, hijo? Quería llamarla Julia, como tu abuela, pero Dios se la llevó. Yo siempre he pensado que lo hizo por algo, tengo fe en Él, y sé que tú le perdonarás y cuidarás de él cuando yo me vaya. Prométemelo, hijo, prométeme que no abandonarás a tu padre.

Javier asintió a la petición de su madre, pero la desventura le arrebató la oportunidad de reconciliarse con su progenitor: al fallecimiento de Celia Mena siguió el suicidio del Capitán Gervasio Aledo, presa de la culpa y los años desechados, alejado de la mujer que había conquistado una tarde de verano frente al mar, cuando el sueño de amanecer junto a ella era simplemente eso, un sueño.

La aventajada posición de la que había gozado durante su niñez le había proporcionado una excelente educación. Pese a que la base militar en la que vivían se hallaba en una ciudad de provincias, la presencia de la costa era un añadido a los planes académicos de los hijos de los oficiales. Javier acudía al puerto todos los domingos para adquirir las últimas novedades literarias llegadas de América y, en la base, se reunía con soldados y cabos, que le hablaban de las noticias internacionales y la situación mundial del momento. Las preocupaciones de Javier no se encaminaban hacia la Marina ni hacia el servicio al Estado, Javier quería viajar, ver mundo como hacían los hombres de su padre, pero sin rendir cuentas a nadie. Así que al verse solo y con una pensión que le garantizaba el sustento diario, se trasladó a París para continuar con la carrera de Filosofía y Letras. Poco antes de partir con destino a La Sorbona, Raúl Ledesma quiso despedirse de su buen amigo. Javier y Raúl se habían matriculado a la par en la universidad. El porvenir, por el contrario, les tenía reservadas sendas bien distintas.

-Decime, ¿qué buscás vos en París? No es para tanto. Haceme caso, no te miento –los intentos de Raúl por retener a su amigo no hacían sino aumentar su sonrisa.

-Eres un pelotudo, Raúl, un auténtico pelotudo.

Javier tomó un avión para desplazarse a París. Reparó a la entrada del aeropuerto, billete en mano, en que era la primera vez que viajaba en avión. “Pero, qué más da, Javier, vámonos de aquí”.

24/10/08

Santiago

Cuentan que ciertos olores tienen el talento mágico de filtrarse en la memoria, y que, cuando surgen de la nada (o de un Todo tan misterioso como el vacío), trasladan a quien los percibe a momentos y parajes que nunca podrán volver sino gracias a esa disposición antojadiza. En cambio, hay pocos lugares, aquéllos que no se asemejan a ningún otro, capaces de apoderarese por completo de los sentidos y colmar de emociones vidas sin cuya presencia serían demasiado insulsas. Es tal la fuerza que en ellos impera, que traspasan el límite de lo finito y descansan durante la eternidad en la delicada línea que separa el tiempo del espacio. Perduran atados al universo viendo correr las estaciones, mudan su piel según las modas, regalan aromas que sellarán el mapa de las palabras sólo dichas en susurros. Y Santiago, Santiago huele a piedra mojada.

Sus calles son surcos robados a la historia, tapizados con esa piedra única de bienvenida. Dibujan sobre la tierra secretos de antaño y, reflejo vítreo del cielo lloroso, desafían a la noche que las teñirá de luz artificial, mientras el granito juega con los tonos marrones que brillan en invierno y acogen el musgo amarillo de la edad. Las encrucijadas, las fuentes, las estrechas callejuelas, huyen hacia el esplendor abierto de una plaza milenaria custodiada por figuras cambiantes que se alimentan de calderilla. Suaves montes y un pico sagrado arrullan a la ciudad y pulen las flaquezas de los visitantes. Así la cumbre sacia los pulmones de gozo ante la visión de un puzzle perfecto. Sus gentes saben a voz popular, a relatos pintados al calor de la experiencia, a culturas que se funden y comparten el camino andado. Aquí, el bullicio canta entre cafés, cobijado al abrigo de estudiantes y escritores varados en el recuerdo, y, bajo los soportales, se resguarda la música del murmullo y la bohemia. Por las mañanas se reza a la frescura. Un pequeño auditorio sapiente madruga en ofrenda al comercio tradicional, porque el mayor tesoro que uno puede brindar es el otorgado en honor a la amistad. La memoria reciente tiene nombre de mujer y la forma de dos estatuas coloridas, las leyes frenan las profanas ansias locas de los edificios por tocar las nubes y el fuego se viste de fiesta. No hay mar que anuncie navegantes, pero existe una humedad que todo lo envuelve y amaina las penas. A menudo parece que el sol se negara a ocultarse, que desearía acurrucarse en el horizonte e iluminar la fachada de la fe hasta el fin de los días. Un pacto secreto con el calendario hizo especial a Santiago y, desde entonces, el mundo acude a descifrar el enigma. Sin embargo, lejos de cumplir dicho propósito, su embrujo pasa de generación en generación, contenido en conchas y dulces, sin hallar una explicación palpable que justifique ese peculiar deleite. Como espejismo frágil y efímero, Santiago alberga la puerta del paraíso, que olerá por siempre a incienso. Y a piedra mojada.

publicado en Santiagosiete, nº 82

21/10/08

Golosinas


Esta canción, Golosinas, se la hice a una novia. Compartíamos todos esos gustos. Además nos gustábamos mutuamente, lo cual era todo tan bonito...


Pedro Guerra

12/10/08

Madrid

Luisa descendió las escaleras pensando que en menos de una hora había cambiado para ella la forma de entender la vida. De repente encontró absurda su congoja, incomprensible su disgusto, y se avergonzó al recordar su reacción en la casa de Cósimo Herrera. La conversación con Macarena Altuna le había dado una luminosa perspectiva de todo aquel asunto. Llevaba en la mano la guía de Madrid, y sonrió pensando en el pobre Marcial, que había querido presentarle su futuro del modo más atractivo posible. Sólo unos minutos separaban la casa de la condesa de la calle de Todas las Almas, pero se demoró adrede para pensar. Cuando llegó a la puerta de su casa había tomado una decisión heroica: a primera hora de la mañana iría a pedir disculpas a Cósimo Herrera y a comunicarle su decisión de solicitar la beca. Luego se marcharía a Madrid. Desde la cubierta de la guía de viajes, un cielo azul y los surtidores de una fuente parecían darle un buen presagio. De pronto se llevó la mano al bolsillo y sus dedos tropezaron con algo que no tardó en identificar: era el pañuelo oloroso a lavanda que Cósimo le había tendido aquella tarde para ayudarle a controlar el caudal de lágrimas.


Marta Rivera de la Cruz

3/10/08

Javier (IV)

Estaba a punto de llamar a la puerta 19 cuando la profesora Santamaría salió de su despacho.

- ¿Buscas al profesor Aledo?-le preguntó mirándola de arriba a abajo.

- Sí, eh, buenas tardes. Quería consultarle unas dudas que tengo sobre la próxima práctica.

- Es normal que las tengas, porque parece que no acudes a clase a menudo- la profesora Santamaría, que impartía Técnicas de Modificación de Conducta en cuarto curso y era famosa por la actitud desdeñosa que dedicaba a todo ser viviente que careciese de órgano sexual masculino, empezaba a caerle realmente mal-. Javier no está.

- ¿No? Vaya, la verdad es que he venido un poco tarde. Ya le veré mañana en clase- concluyó. Si Santamaría confiaba en que apelase a la cortesía, se equivocaba.

- Creo que no me has entendido. Javier no está en la universidad. Esta semana se ha despedido de los alumnos.

-Pero, ¿dónde está? Quiero decir, ¿por qué se ha marchado?

- Señorita, el profesor Aledo ha pedido una excedencia para incorporarse a un proyecto de investigación en el extranjero y, a buen seguro, a estas alturas ya se habrá instalado en Argentina. Si le interesa, sus clases serán ahora coordinadas por el profesor suplente.

Argentina. ¿Argentina? Argentina se repetía como un eco chirriante en su cabeza. Ya se habrá instalado en Argentina. Pero, ¿qué demonios significaba eso? ¿Por qué se había marchado Javier? Ni siquiera se despidió de Santamaría, solamente echó a correr para salir cuanto antes de aquella facultad.

Todo comenzó al llegar a la capital. Sus padres no habían visto con buenos ojos su decisión de cursar Psicología, pero los buenos resultados académicos la respaldaban, y el acolchado notable en Selectividad fue el empujón definitivo. Terminadas las gestiones universitarias, había emprendido la deleitosa misión de dar con el apartamento de sus sueños: uno que no fuese extremadamente caro y que le permitiese pintar a sus anchas si la llamada de las musas despertaba su instinto. La posibilidad de establecerse por su cuenta y fijar sus propios horarios le permitiría gozar de la libertad suficiente como para que nunca faltase en casa un lienzo por estrenar. Además, sabía lo difícil que podía ser la convivencia y no quería que ningún factor externo eclipsase las visitas de Marta y Raquel, sus mejores amigas. Conocía a Marta desde la guardería y allí habían compartido tanto novios como pucheros. En el colegio, Raquel había aparecido en el patio de entre la multitud fluctuante para preguntarles si alguna de ellas podía abrir su zumo, y, con el tiempo, las tres habían formado un triángulo de vértices perfectos. Por su parte, Marta, que muy de niña había descubierto un desenfrenado amor por Rita Hayworth y que se quejaba de que hoy en día no quedaban mujeres en el mundo capaces de mantener una relación medianamente normal, contaba con una plaza en Medicina. Y Raquel, una prodigiosa joven violonchelista y cinéfila hasta la saciedad, perfeccionaría su técnica en el nuevo conservatorio con el fin de superar las pruebas de la Orquesta Sinfónica. Ambas habían insistido en que un piso para las tres sería una aventura para no olvidar, pero la cuestión de vivir sola era una cuenta pendiente consigo misma y, tan pronto como leyó en el periódico local el anuncio de un pisito en la calle Real, tuvo claro que aquél sería su hogar, sin saber, todavía, que esas paredes acogerían los momentos más dulces que jamás pudo imaginar junto a Javier.

Pero Javier no estaba. Es más, estaba en Argentina. Deambuló durante horas por el parque y la zona antigua. No quería volver a casa, le asustaba volver porque, por primera vez en tres años, le resultaba deprimente que no hubiese nadie esperándola. Finalmente, entró en una cafetería y se sentó en el rincón más apartado. Se percató, al notar el contraste de luz cuando miró por la ventana, de que ya había oscurecido, y el reflejo del cristal le devolvió la mueca de desconcierto. Era absurdo pensar que Javier viviese en otro país, otro continente y otro hemisferio. No recordaba haberle oído hablar de una oferta de trabajo de esa envergadura. Estaba segura de que, por supuesto, se lo habría dicho, porque siempre lo comentaban todo y Javier contaba con su criterio. Javier no era un romántico empedernido, pero tenía la virtud de hacer que las palabras adquiriesen un matiz especial cuando él las pronunciaba. Era un hombre maduro, con años de luchas por los que ella aún no había pasado. No me importa la edad, no me importa de dónde vengamos. No quiero que nos expliquemos nuestros errores. Sólo quiero que seamos tú y yo. Juntos.

14/9/08

Tu noche y la mía


Hay una canción, una canción que vais a conocer seguro, una canción que habla de... Una vez conocí a cierta persona que me provocó lo suficiente como para desear que aquella noche no se hubiera acabado jamás. Y confío en que esto a vosotros os haya pasado muchísimas veces, porque yo creo que es maravilloso.


Carlos Goñi

10/9/08

Javier (III)

Los días que siguieron a la ruptura resultaron más complicados de sobrellevar de lo que había imaginado, seguramente porque, en su interior, había conservado intacta la esperanza de que ésta nunca llegaría. Pero la esperanza no es sino el disfraz de las debilidades, y la suya era y sería la figura incandescente de Javier. El alba se le adelantaba al sueño y las horas se escabullían sin tan siquiera llevarse el trago amargo del desconsuelo. Durante una semana, su apartamento fue la única guarida en la que invocar al recuerdo, ya que el miedo a comprobar que la rutina nada quería saber de su desdicha era más aterrador si cabe que el olvido. En aquel oasis, todas las caricias, todas las conversaciones de alcoba renacían fugaces, para luego verse ahogadas por el llanto y socorridas por la celulosa.
Cierto romanticismo decimonónico se adueñó del ambiente cargado que acusaba la sepultura momentánea a la que se había sometido. Y una noche, tendida sobre la cama, retomó casi por casualidad el sendero de sus antiguas aspiraciones. Años atrás, cuando la monotonía de la que había desertado formaba parte del destino, solía descansar sus metas y ensueños bajo las sábanas, pero quizás el rumbo que había tomado su propia vida la había apartado de aquel ritual para cotejar lo acaecido hasta entonces. Y es que la capital le había arrebatado los preciados tesoros de la niñez y los había transformado en complicadas y extrañas vivencias. Sin embargo, hubo un tiempo en que imaginaba el mañana que aún estaba por llegar. Se veía en la facultad, paseando por el campus cargada de apuntes, buscando libros en la biblioteca que ampliasen el temario. Se veía haciendo el doctorado, investigando con su equipo de trabajo, elaborando su tesis. Se veía en el consultorio que fundaría con colegas de profesión, redactando reveladores artículos sobre escondrijos recónditos de la mente, viajando a convenciones, tratando a sus pacientes. No pretendía devolver la cordura a un puñado de excéntricos personajes; aspiraba a derrotar los temores que atormentaban a otros, descubrir la razón última del intelecto, ganarle la partida a la naturaleza humana. También consagraba tardes enteras a dar largos paseos y se sentaba en la Alameda para observar al gentío que por ella transitaba. Se enternecía con los chiquillos que parloteaban acompañados de adultos absortos en quimeras, y con los ancianos que, ayudados de un bastón, caminaban en grupo relatando antiguas batallas. Se preguntaba cómo sería aquella chica distraída que a punto había estado de chocarse con el señor que hablaba por telefono. Creaba amantes imposibles, divertidos episodios escolares, historias con finales inéditos. Admiraba la maravilla del mundo bajo la humilde perspectiva que le ofrecía la urbe. Y la suerte había querido que, en su empeño, Javier fuese el pilar en que apoyarse. Así que, al día siguiente, decidió salir a la calle y presentarse en la facultad, no solo para vencer la porfía del mundo, sino para algo más: encontrar en los ojos de Javier una respuesta que callase todas sus preguntas.

En el edificio las cosas seguían como las había dejado. La misma gente caminaba por los mismos pasillos con las mismas trazas e idénticas prisas. Se percató de que las piernas empezaban a temblarle a medida que se adentraba en el corredor de los despachos y terminó por arrojar el chicle en la primera papelera que oteó. La señora de la limpieza canturreaba y el conserje, colmado de fotocopias, salía del despacho vecino. Cerró los ojos. Inspiró profundamente. Y aguardó unos segundos frente a la puerta 19 antes de golpear la madera con los nudillos de su mano derecha.

4/9/08

El Cementerio de los Libros Olvidados

-Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar este secreto?

Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada. Asentí y mi padre sonrió.

-¿Y sabes lo mejor? -preguntó.

Negué en silencio.

-La costumbre es que la primera vez que alguien visita este lugar tiene que escoger un libro, el que prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca desaparezca, de que siempre permanezca vivo. Es una promesa muy importante. De por vida -explicó mi padre-. Hoy es tu turno.

Carlos Ruiz Zafón

2/9/08

Cuando fui mortal


Allí donde el tiempo transcurre y fluye ya ha pasado mucho tiempo, tanto que no quedará nadie de quienes conocí o traté, o padecí o quise. Cada uno de ellos, supongo, volverá sin ser percibido a ese espacio en el que se acumulan olvidados los tiempos y no verá allí más que a extraños, hombres y mujeres nuevos que creen, como los niños, que el mundo empezó con su nacimiento y para los que no tiene ningún sentido preguntarse por nuestra existencia pasada y barrida. Yo no puedo hablar ahora de noches o días, todo está nivelado sin necesidad de esfuerzo ni de rutinas, en las que puedo decir que conocí sobre todo la tranquilidad y el contento: cuando fui mortal, hace ya tanto tiempo, allí donde todavía hay tiempo.


Javier Marías

30/8/08

Carta a padre

I
Estos días, padre, y en este sol de la infancia
me viene tu recuerdo como un viento caliente,
el viento que en verano acunaba las siestas
y secaba el camino por donde tú llegabas.

Recuerdo tus silencios en las noches de invierno.
Cuando, sentados juntos, madre contaba historias
y tú te sonreías del miedo y de los muertos.
Y decías: “A quien hay que temer es a los vivos”.

Luego más tarde supe, padre, que tus temores
venían de muy lejos y habitaban cercanos
en las calles de barro y en las casas de adobe
y te ahogaban el pecho y el corazón cansado.

Pocas veces hablaste de la guerra, aunque a veces
nos dejabas que viéramos la metralla azulada
que aún tenías en el cuerpo y nosotros pasábamos
los dedos por aquellas cicatrices de hierro.

No estuviste en el bando de quienes conquistaron
esa paz que te trajo el miedo de los días,
el silencio del hambre, la búsqueda imposible
del sueño de un muchacho de diecinueve años.

El miedo de los vivos te ha acompañado siempre.
Y puso entre tus brazos el dolor de las cosas,
cuando España no era sino la historia triste
más triste de todas las historias de la historia.

Te recuerdo en la noche cuando en la vieja radio
buscabas entre ruidos que estaban prohibidos
la esperada noticia de que, al fin, aquel año
un viento bien distinto lo barrería todo.

Pero nunca llegó aquello que esperabas.
Ni siquiera más tarde, cuando todo cambió
pudiste pronunciar en las nuevas palabras
las que el miedo te había cosido a los labios.

Era la historia otra. Y eran otras las cosas.
Y seguían los mismos que habitaban tus miedos.
Aquella vieja radio años llevaba rota
y Radio Pirenaica era sólo nostalgia.

II
Tú me enseñaste, padre, a andar en bicicleta
y a mirar la pobreza con orgullo y sin miedo.
Y que todo es de todos cuando el hambre lo dice
y que el dinero vale para comer hoy mismo.

Recuerdo tu sudor amasando el adobe.
Y los sacos de pájaros que te daban a cambio
de limpiar los tejados y la fiesta que era
aquella noche en casa –risa y pájaros fritos-.

Yo no sé si he tenido tiempo para contarte
de mis libros y versos. De mis tristes triunfos,
de todos mis fracasos. Ni de las muchas veces
que te he echado de menos cuando he llorado solo.

Y de lo que me gustaba el mediodía del sábado
cuando los dos tomábamos en aquel bar de Poli
un vino y me decías que, al fin, los socialistas
subirían las pensiones y había que darles tiempo.

Luego fuiste dejando memorias y recuerdos
Y tu mundo fue oscuro como el de aquellas noches
de los cuentos de madre en la cocina fría
y mirabas sin vernos. Y llorabas a veces.

Ahora, en estos días azules de mi infancia,
cuando tengo los mismos años que tú tenías,
te recuerdo callado y me dicen a veces
que soy como tú mismo. Y, como tú, yo callo.

Rodolfo Serrano

26/8/08

Javier (II)

Cuando el sonido del telefonillo anunció que Javier aguardaba a que un chasquido eléctrico le concediese permiso para recuperar sus enseres, ella aún rodeaba con la mirada el clasificador. Después de apretar el botón, corrió apresurada a la puerta para recibir a Javier. Vislumbró desde el vestíbulo su silueta. Subía los peldaños de dos en dos, como de costumbre, y apretaba con firmeza la barandilla, la única protección que impedía a los vecinos caer por las escaleras viejas y mugrientas del edificio. Al sobrepasar el último escalón, Javier levantó la vista. Estaba tenso, con una expresión no de incomodidad, pero sí de malestar. Emitió un gruñido, que ella tomó como saludo, y se metió las manos en los bolsillos para disimular la inquietud.

-Hola. Oye, ¿te pasa algo? Habíamos quedado hace un buen rato y la verdad es que traes mala cara -dijo ella tratando de introducir un poco de normalidad en aquel encuentro.

Javier no contestó y dirigió sus pasos al salón. Ella fue detrás, molesta por la respuesta silenciosa que acababa de obtener.

-¿Sabes? Lo mínimo que esperaba es que nos comportásemos como personas civilizadas, pero si no pones de tu parte, difícilmente podremos llegar a ningún lado.

-Es que no hay ningún lado al que llegar. Solo he venido a por mis cosas y creo que para eso no es necesario hablar -replicó Javier con un tono cortante.

Ella se dio por vencida y permaneció en el umbral de la puerta del salón mientras Javier cogía las dos malditas cajas. Pero algo llamó la atención de éste, que se paró en seco a retirar uno de los objetos. La carpeta. Ella rompió a llorar.

-Javier. ¡Javier! ¿Qué haces? ¿Qué demonios estás haciendo? Cógelo, ¡cógelo y vete! Te juro que no te entiendo, no soy capaz de comprenderte. En serio, ¿quieres terminar así? Dime. ¡Di algo!

Gritaba y hacía aspavientos con las manos. Quería zarandear a Javier, golpearlo, quebrar la impasibilidad que lo mantenía con los brazos caídos y la boca cerrada.

-Mírame, Javier, so... soy yo -intentó explicarle que lo amaba, que para ella nada había cambiado; sin embargo, el llanto entrecortaba su discurso y el pecho empezaba a dolerle, por lo que tuvo que sentarse. Ahora que veía a Javier desde esa perspectiva se sentía realmente pequeña-. Soy yo.

Javier, de pie junto a ella, respiraba con fuerza y apretaba los puños. Ella lo observaba, con los ojos enrojecidos y las lágrimas bañando ambas comisuras de la boca. Abandonados al destino, tardaron varios segundos en reaccionar. Cuando quisieron darse cuenta, Javier se había inclinado para besarla. La besaba con dulzura, sosteniendo su nuca con una mano y, con la otra, acariciando su mejilla. Ella lo abrazaba, lo asía, protegía la pena con el pecho del hombre de su vida. Y entonces se entregaron el uno al otro. Se entregaron sus flaquezas, sus ilusiones, sus miedos, se entregaron un Todo contenido en un beso eterno, porque sabían que aquella sería la última vez. Aquella sería la despedida.

5/7/08

El centro de mi pasión

Ella tembló y se crispó cuando le besé el ángulo de los labios abiertos y el lóbulo caliente de la oreja. Un racimo de estrellas brillaba pálidamente sobre nosotros, entre siluetas de largas hojas delgadas; aquel cielo vibrante parecía tan desnudo como ella bajo su vestido liviano. Vi su rostro reflejado en el cielo, extrañamente nítido, como si emitiera una tenue irradiación. Sus piernas, sus adorables y vivaces piernas, no estaban muy juntas, y, cuando localicé lo que buscaba, sus rasgos infantiles adquirieron una expresión soñadora y atemorizada en la que se mezclaban el placer y el dolor. Estaba sentada algo más arriba que yo, y cada vez que en su solitario éxtasis se abandonaba al impulso de besarme, inclinaba la cabeza con un movimiento muelle, letárgico, que tenía un no sé qué de triste e involuntario, y sus rodillas desnudas apretaban mi muñeca y la oprimían con fuerza para relajarse después; y su boca temblorosa, que parecía crispada por la acritud de alguna misteriosa pócima, se acercaba a mi rostro respirando jadeante. Mi amada procuraba aliviar el dolor del anhelo restregando primero ásperamente sus labios secos contra los míos; después echaba hacia atrás la cabeza sacudiendo nerviosamente su cabello, y, por último, volvía a inclinarse sobre mí como impelida por una fuerza irresistible y me dejaba succionar con ansia su boca abierta; por mi parte, impulsado por una generosidad pronta a ofrecérselo todo, mi corazón, mi garganta, mis entrañas, le había hecho rodear con su puño inexperto el centro de mi pasión.


Vladimir Nabokov

23/6/08

Pensaba en Teresa

Pensaba en Teresa mientras caminaba lentamente, acudiendo a otra cita peligrosa, más peligrosa aún porque no cabían los malentendidos y porque había pasado demasiado tiempo, y la recordaba, la chaqueta de ante y el gorro de lana negra, tan distinta de la mujer con quien había tropezado en una hamburguesería un par de años antes, o quizás tres, no se acordaba bien. Llegó a sentir cierta emoción, pero no se inquietó por ello. Proyectó una estúpida travesura, comprar flores nuevas, aunque ya no fueran violetas, y se sorprendió sonriéndose a sí mismo, imaginando la imprevisible reacción que tal regalo desencadenaría en su anónima corresponsal, la mujer X, esa criatura ávida de emociones fuertes, piel hastiada en pos de una violencia imaginaria, sólo un recurso para recuperar la consistencia, el escalofrío perdido, flores, un gesto en definitiva distante, por lo cortés, para con aquella niña triste que buscaba la felicidad fuera del camino vallado, de espaldas a la aparente dignidad de los seres humanos. Sería divertido verlo, pensó, sonriendo todavía, mientras recorría el último tramo echando un vistazo a su alrededor, apostando contra sí mismo a que no encontraba una floristería abierta por los alrededores. Desembocaba ya en la Plaza de España cuando tropezó con una anciana diminuta, una melena de canas despeinadas enmarcando un rostro muy pequeño, los ojillos rasgados como dos puñaladas y los labios finos, que vendía las pocas flores que cabían en dos cubos de plástico llenos de agua. Él se detuvo en seco, como si por un instante creyera en el destino. Ella le miró sonriente.

Almudena Grandes

16/6/08

La canción más hermosa del mundo

Les presento a mi abuelo bastardo,
a mi esposa soltera,

al padrino que me apadrinó
en la legión extranjera,

a mi hermano gemelo,
patrón de la merca ambulante,

a Simbad el marino
que tuvo un sobrino cantante,


al putón de mi prima Carlota
y su perro salchicha,

a mi chupa de cota de mallas
contra la desdicha,

mariposas que cazan en sueños
los niños con granos

cuando sueñan que abrazan
a Venus de Milo sin manos.


Me libré de los tontos por ciento,
del cuento del bisnes,

dando clases en una academia
de cantos de cisne.

Heredé una botella de ron
de un clochard moribundo,

yo quería escribir la canción
más hermosa del mundo.

Joaquín Sabina

10/6/08

Cuando una mujer escribe una novela protagonizada por una mujer

En el transcurso de un simpósium internacional sobre la literatura de mujeres dije por primera vez en público una frase que luego he visto repetir a otros convertida en un tópico colectivo. Que se me perdone la jactancia de reclamar la autoría de la frase, pero quizá sea la única ocasión en la que un pensamiento mío adquiera vida propia y pase a formar parte de los dichos anónimos de la sociedad. Y lo que dije fue: Cuando una mujer escribe una novela protagonizada por una mujer, todo el mundo considera que está hablando sobre mujeres; mientras que cuando un hombre escribe una novela protagonizada por un hombre, todo el mundo considera que está hablando del género humano.

No tengo ningún interés, absolutamente ninguno, en escribir sobre mujeres. Quiero escribir sobre el género humano, pero da la casualidad de que el cincuenta y uno por ciento de la Humanidad es de sexo femenino; y, como yo pertenezco a ese grupo, la mayoría de mis protagonistas absolutos son mujeres, del mismo modo que los novelistas varones utilizan por lo general personajes principales masculinos. Y ya va siendo hora de que los lectores hombres se identifiquen con las protagonistas mujeres, de la misma manera que nosotras nos hemos identificado durante siglos con los protagonistas masculinos, que eran nuestros únicos modelos literarios; porque esa permeabilidad, esa flexibilidad de la mirada, nos hará a todos más sabios y más libres.

Rosa Montero

9/6/08

Tenemos que hablar


El "tenemos que hablar" pronunciado con un determinado tono de voz presagia lo peor. Irrumpe en la vida cotidiana como anuncio de algo que nos hará cambiar radicalmente. Sabes que las cosas ya no funcionan desde hace tiempo: la intimidad ha desaparecido, las explicaciones de las ausencias suenan a excusa, lo que antes te hacía gracia ahora te produce un cierto fastidio, sueles quedarte perpleja mirándole como si no le reconocieras o identificaras con el hombre con el que te casaste, seguramente enamorada... Y entonces, cuando dice que hay otra y que además se va a ir a vivir con ella, sientes rabia. Primero te quedas algo anonadada, como si no pudieras reaccionar, y luego sientes ganas de pegarle y tirarle cosas a la cabeza, y gritar y decirle que te ha estafado.

Carmen Alborch

7/6/08

Después de aquel beso

Pero luego, después de aquel beso larguísimo frente al escaparate, pensó que incluso si no volvía a ver a Juan, incluso si había echado por tierra la posibilidad de una amistad, incluso si se estaba comportado como una niña, siempre le quedaría el recuerdo de aquellos minutos (la luz, el sonido amplificado de dos respiraciones sincronizadas, la lengua que exploraba en su boca, las manos que le acariciaban la nuca, todo tan concentrado como para que no existiera nada más que ese beso en el mundo) y que eso no se lo iba a quitar nadie, nunca. Y con eso le bastaba.

Lucía Etxebarria