9/10/07

Borja

Como entonces, salté de la cama. En aquel desvelo crudo, tan real, tan gris, salí descalza, abrí el balcón y salté a la logia. Allí estaba Borja, envuelto en el abrigo, pálido, mirándome. Se fumaba el último Murati.

Los arcos de la logia recortaban la bruma de un cielo apenas iluminado por la luz naciente tras las montañas, donde aún dormían los carboneros. Borja tiró el cigarrillo al suelo y fuimos el uno hacia el otro, como empujados, y nos abrazamos. Él empezó a llorar, a llorar, ¿cómo se puede llorar de esa forma? Pero yo no podía (era un castigo, porque él siempre aborreció a Manuel. Pero yo, ¿acaso no le amaba?). Estaba rígida, helada, apretándole contra mí. Sentí sus lágrimas cayéndome cuello abajo, metiéndose por el pijama. Miré al jardín y detrás de los cerezos descubrí la higuera, que, a aquella luz, parecía blanca. Allí estaba el gallo de Son Major, con sus coléricos ojos, como dos botones de fuego. Alzado y resplandeciente como un puñado de cal, y gritando –amanecía– su horrible y estridente canto, que clamaba, quizá –qué se yo– por alguna misteriosa causa perdida.

Ana María Matute