30/11/08

Javier (VI)

París le recibió con las verdosas aguas del Sena discurriendo sin apremio frente a Notre-Dame. La Torre Eiffel emergía al oeste del VII Distrito reclamando a las nubes su lugar en el cielo y por los Campos Elíseos se deslizaban sobre cuatro ruedas las nuevas almas virtuosas de regreso al triunfo. La armonía de la ciudad mantenía un sabor a principios del siglo XX, pero las minifaldas parecían haber olvidado el Mayo francés, y a las boinas se había sumado la ropa ceñida y cara reconciliada con el comunismo. En los tejados, los gatos maullaban La vie en rose al ardor de chimeneas despojadas de donosura. Quedaba en el aire el recelo de aquel tesoro bohemio bautizado con el nombre de pobreza y en Montparnasse la calefacción y el agua corriente traicionaban el fulgor de la creatividad. El asfalto parisino rugía entre luces flotantes, las bocinas ambientaban la rutina de los gabachos y, en los cafés, los croissants desayunaban corbatas con zapatos a juego. La Ville lumière caminaba pendiente del segundero mientras, en el Louvre, la Historia juraba aliarse con Saturno. Tan sólo La Sorborna emulaba las antiguas creencias, templo de un saber medieval unido al espíritu bullicioso de la cultura.

Las aulas de la Paris IV-Sorbonne estaban recubiertas de madera tallada, que terminaba en encumbrados yesos pintados de bronce. Surcos y filigranas en memoria de una época gloriosa, ajena a las pestes y las guerras, donde los libros se protegían como inquilinos atemporales. Javier nunca había imaginado algo semejante: la perfección arquitectónica al servicio de la erudición. Era imposible no extraviar la atención recorriendo cada ribete, cada una de las pinturas que clamaban bajo las alocuciones de los catedráticos. Y el francés lo empapaba todo. Un habla exquisita, refinada, cimentada en chansons y grandes tratados.

Javier pasó dos años en París. Dos años que fraguaron buena parte de su carácter y le concedieron la perspectiva de que la soledad se revela como única compañera de viaje. Se había afincado en el barrio de Montparnasse. Su casera, Emilie Rajoux, regentaba una pequeña mercería en el centro de París y, aunque sus ingresos no eran excesivos, el alquiler del mentado piso le permitía llegar a fin de mes sin apuros. Soltera y sin hijos, Emilie relataba a quien quisiera escuchar las desgracias de su madre, Delphine Rajoux, una prostituta del barrio rojo de Pigalle que se había quedado embarazada de un conocidísimo pintor español. Sin embargo, la negativa del artista de reconocer a Emilie como hija había llevado a Delphine a la locura y, una mañana de enero, se había lanzado al Sena desde el Pont Louis-Philippe. Emilie contaba que el cadáver jamás había sido hallado y que por ello sabía que su madre la había protegido siempre, escondida en las alcantarillas de París. Emilie pronto se encariñó con Javier. Decía que era idéntico a su padre y que el gracejo de su rostro le recordaba a la expresión del pintor. Javier sentía un profundo afecto por Emilie, pero cada día que pasaba intuía con mayor certeza que su estancia allí sería pasajera. Los espejismos no duran más que un abrir y cerrar de ojos, de ahí su maravilla.

Durante el primer año, Javier terminó la carrera de Filosofía y Letras. Era un estudiante modelo, que participaba en clase y redactaba los exámenes con una corrección resplandeciente. Sus profesores le atendían con amabilidad, pero estableciendo ciertas distancias, y Javier agradeció ese trato inmensamente, ya que los estudios conformaban su única motivación. Javier respiró París como un visitante, no llegó a tejer su lecho junto a los cuerpos del Panteón ni a creerse un parigot. Disfrutó de paseos por calles que otros anhelaban, se instruyó en el arte y en la vida y, cuando obtuvo el doctorado, dio por fenecida su ambición, orgulloso de haberse acompañado en aquella peripecia.