29/10/08

Javier (V)

El padre de Javier, el Capitán Gervasio Aledo, era Capitán de la Marina de guerra. Javier lo recordaba desde niño vestido con su traje de oficial y, quizás por ello, solía asociar la figura paterna al dibujo que los cuatro galones perfilaban en la tela azul. Gervasio Aledo recibía el trato de señoría por parte de su regimiento y esa era casi la misma disciplina que había impuesto en su vida familiar. Nunca había proferido muestras de afecto a su único hijo, lo que contrastaba con la afable actitud que Celia Mena, su mujer, le consagraba. El matrimonio no había tenido más descendencia, a excepción de un embarazo fracasado que había precedido el nacimiento de Javier. Celia había conseguido sobreponerse a la pérdida y se había jurado que el pequeño recibiría también el cariño que no podría dar a la criatura que durante cinco meses había albergado en su vientre. Sin embargo, el carácter de Gervasio se endureció con el malparto y, maldiciendo a su esposa en silencio, se fue alejando de los sentimientos hasta formar un cuartel con aspecto de hogar. Javier supo del suceso mucho tiempo después, pasada la mayoría de edad y en el lecho de muerte de Celia Mena, quien le confió el secreto, y la razón del trato de su padre:

-No lo odies, Javier, tu padre no fue jamás así. Tienes que entender…, tienes que entender que para él fue muy duro. Era una niña, ¿sabes, hijo? Quería llamarla Julia, como tu abuela, pero Dios se la llevó. Yo siempre he pensado que lo hizo por algo, tengo fe en Él, y sé que tú le perdonarás y cuidarás de él cuando yo me vaya. Prométemelo, hijo, prométeme que no abandonarás a tu padre.

Javier asintió a la petición de su madre, pero la desventura le arrebató la oportunidad de reconciliarse con su progenitor: al fallecimiento de Celia Mena siguió el suicidio del Capitán Gervasio Aledo, presa de la culpa y los años desechados, alejado de la mujer que había conquistado una tarde de verano frente al mar, cuando el sueño de amanecer junto a ella era simplemente eso, un sueño.

La aventajada posición de la que había gozado durante su niñez le había proporcionado una excelente educación. Pese a que la base militar en la que vivían se hallaba en una ciudad de provincias, la presencia de la costa era un añadido a los planes académicos de los hijos de los oficiales. Javier acudía al puerto todos los domingos para adquirir las últimas novedades literarias llegadas de América y, en la base, se reunía con soldados y cabos, que le hablaban de las noticias internacionales y la situación mundial del momento. Las preocupaciones de Javier no se encaminaban hacia la Marina ni hacia el servicio al Estado, Javier quería viajar, ver mundo como hacían los hombres de su padre, pero sin rendir cuentas a nadie. Así que al verse solo y con una pensión que le garantizaba el sustento diario, se trasladó a París para continuar con la carrera de Filosofía y Letras. Poco antes de partir con destino a La Sorbona, Raúl Ledesma quiso despedirse de su buen amigo. Javier y Raúl se habían matriculado a la par en la universidad. El porvenir, por el contrario, les tenía reservadas sendas bien distintas.

-Decime, ¿qué buscás vos en París? No es para tanto. Haceme caso, no te miento –los intentos de Raúl por retener a su amigo no hacían sino aumentar su sonrisa.

-Eres un pelotudo, Raúl, un auténtico pelotudo.

Javier tomó un avión para desplazarse a París. Reparó a la entrada del aeropuerto, billete en mano, en que era la primera vez que viajaba en avión. “Pero, qué más da, Javier, vámonos de aquí”.