26/8/08

Javier (II)

Cuando el sonido del telefonillo anunció que Javier aguardaba a que un chasquido eléctrico le concediese permiso para recuperar sus enseres, ella aún rodeaba con la mirada el clasificador. Después de apretar el botón, corrió apresurada a la puerta para recibir a Javier. Vislumbró desde el vestíbulo su silueta. Subía los peldaños de dos en dos, como de costumbre, y apretaba con firmeza la barandilla, la única protección que impedía a los vecinos caer por las escaleras viejas y mugrientas del edificio. Al sobrepasar el último escalón, Javier levantó la vista. Estaba tenso, con una expresión no de incomodidad, pero sí de malestar. Emitió un gruñido, que ella tomó como saludo, y se metió las manos en los bolsillos para disimular la inquietud.

-Hola. Oye, ¿te pasa algo? Habíamos quedado hace un buen rato y la verdad es que traes mala cara -dijo ella tratando de introducir un poco de normalidad en aquel encuentro.

Javier no contestó y dirigió sus pasos al salón. Ella fue detrás, molesta por la respuesta silenciosa que acababa de obtener.

-¿Sabes? Lo mínimo que esperaba es que nos comportásemos como personas civilizadas, pero si no pones de tu parte, difícilmente podremos llegar a ningún lado.

-Es que no hay ningún lado al que llegar. Solo he venido a por mis cosas y creo que para eso no es necesario hablar -replicó Javier con un tono cortante.

Ella se dio por vencida y permaneció en el umbral de la puerta del salón mientras Javier cogía las dos malditas cajas. Pero algo llamó la atención de éste, que se paró en seco a retirar uno de los objetos. La carpeta. Ella rompió a llorar.

-Javier. ¡Javier! ¿Qué haces? ¿Qué demonios estás haciendo? Cógelo, ¡cógelo y vete! Te juro que no te entiendo, no soy capaz de comprenderte. En serio, ¿quieres terminar así? Dime. ¡Di algo!

Gritaba y hacía aspavientos con las manos. Quería zarandear a Javier, golpearlo, quebrar la impasibilidad que lo mantenía con los brazos caídos y la boca cerrada.

-Mírame, Javier, so... soy yo -intentó explicarle que lo amaba, que para ella nada había cambiado; sin embargo, el llanto entrecortaba su discurso y el pecho empezaba a dolerle, por lo que tuvo que sentarse. Ahora que veía a Javier desde esa perspectiva se sentía realmente pequeña-. Soy yo.

Javier, de pie junto a ella, respiraba con fuerza y apretaba los puños. Ella lo observaba, con los ojos enrojecidos y las lágrimas bañando ambas comisuras de la boca. Abandonados al destino, tardaron varios segundos en reaccionar. Cuando quisieron darse cuenta, Javier se había inclinado para besarla. La besaba con dulzura, sosteniendo su nuca con una mano y, con la otra, acariciando su mejilla. Ella lo abrazaba, lo asía, protegía la pena con el pecho del hombre de su vida. Y entonces se entregaron el uno al otro. Se entregaron sus flaquezas, sus ilusiones, sus miedos, se entregaron un Todo contenido en un beso eterno, porque sabían que aquella sería la última vez. Aquella sería la despedida.