27/11/07

Fantasmas entre las páginas

No tengo ex libris, y nunca quise tenerlo. El ex libris, como saben ustedes, es una etiqueta o pegatina impresa que se adhiere a una de las guardas interiores de los libros de una biblioteca, para identificar a su propietario. «Soy de Fulano de Tal», suele decir la leyenda, o recoge algún lema –«Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo» por ejemplo– que a menudo viene acompañado de una ilustración, motivo o escudo. Es costumbre bonita y antigua, y algunos ex libris son tan hermosos que hay quien los colecciona. Alguna vez un amigo artista se ofreció a hacerme uno, pero nunca acepté. Tengo mis ideas sobre la propiedad de libros y bibliotecas, y están relacionadas con lo efímero del asunto. He visto muchos libros arder, biblioteca de Sarajevo incluida, y comprado demasiados libros viejos como para hacerme ilusiones al respecto. Si es cierto que todo en esta vida lo poseemos sólo a título de depósito temporal, los libros son un recordatorio constante de esa evidencia. Creo que pretender amarrarlos a la propia existencia, al tiempo limitado de que dispone cada uno de nosotros, es un esfuerzo inútil. Y triste.

Quizá sea ésa, la palabra ‘tristeza’, la que mejor define el asunto. Como comprador y poseedor contumaz de libros usados, cazador de ojo adiestrado y dedos polvorientos en librerías de viejo y anticuarios, nunca puedo evitar que, junto al placer feroz de dar con el libro que busco o con la sorpresa inesperada, al goce de pasar las páginas de un viejo libro recién adquirido, lo acompañe una singular melancolía cuando reconozco las huellas, evidentes a veces, leves otras, de manos y vidas por las que ese libro pasó antes de entregarse a las mías. Como un hombre que, incluso contra su voluntad, detecte en la mujer a la que ama el eco de antiguos amantes, nunca puedo evitar –aunque me gustaría evitarlo– que el rastro de esas vidas anteriores llegue hasta mí en forma de huella en un margen, de mancha de tinta o de café, de esquina de página doblada, anotada o intonsa, de objeto que, abandonado a modo de marcador entre las hojas, señala una lectura interrumpida, quizá para siempre.

Y en efecto, ‘tristeza’ es la palabra. Melancolía absorta en las vidas anteriores a las que el libro que ahora tengo en las manos dio compañía, conocimiento, diversión, lucidez, felicidad, y de las que ya no queda más que ese rastro, unas veces obvio y otras apenas perceptible: un nombre escrito con tinta o la huella de una lágrima. Vidas lejanas a cuyos fantasmas me uniré cuando mis libros, si tienen la suerte de sobrevivir al azar y a los peligros de su frágil naturaleza, salgan de mis manos o de las de mis seres queridos para volver de nuevo a librerías de viejo y anticuarios, para viajar a otras inteligencias y proseguir, de ese modo, su dilatado, mágico, extraordinario vagar.

Por eso, como digo, no tengo ex libris. Rindo culto a los fantasmas, pero no deseo ser uno de ellos. Las estirpes se acaban, los mundos se extinguen, y tarde o temprano llega siempre el tiempo de los ropavejeros y los bárbaros. No quiero que mi nombre, mi lema, mi frágil vanidad de propietario sean causa de que, pasado el tiempo, alguien abra un libro polvoriento o chamuscado y descubra allí mi nombre como en la lápida de una tumba; donde por cierto, tampoco deseo figurar, jamás: «Soy –fui– de Fulano de Tal». Por eso, del mismo modo que conservo con celo ritual cualquier reliquia de anteriores propietarios, dejando allí donde la encuentro la hoja o el pétalo seco de flor, la carta doblada, el dibujo, la tarjeta postal, en lo que a mí se refiere procuro, como quien borra con cuidado las huellas de un asesinato, eliminar todo rastro. Por desgracia, alguno es indeleble: dedicatorias de amigos, subrayados y cosas así. Pero el resto de evidencias procuro eliminarlas con impecable eficacia. Situándome con paranoia de asesino minucioso ante cada libro que abandono en un estante para cierto tiempo –tal vez para siempre–, reviso antes sus páginas retirando cuanto allí dejé durante la lectura: cartas, tarjetas de embarque, notas, facturas, tarjetas de visita. Sin embargo, cuando tras la última ojeada considero limpia la escena del crimen y estoy a punto de cerrar la puerta a la manera de un Rogelio Ackroyd dispuesto a enfrentarse al detective, no puedo evitar una sonrisa contrariada y cómplice. Sé que, pese a mis esfuerzos, un buen rastreador, un lector adiestrado como Dios manda, cualquiera de los nuestros, como diría el buen y viejo abuelo Conrad, sabrá reconocer en pistas sutiles –una nota escrita a lápiz y borrada luego, una mancha de lluvia o agua salada, una marca de tinta, sangre o vida– la huella de mis manos. El eco de mi existencia anónima en esas páginas que amé, y que me recuerdan.


Arturo Pérez Reverte

26/11/07

Saber su nombre

Necesitaba saber su nombre. ¿Por qué?, ¡vamos!, ¿por qué?... No lo comprendo, pero el caso es que iba metiéndome en el agua… Y es cosa que siempre me ha reventado ver en el cine, los tipos que se meten con botas y pantalones, como sin darse cuenta. Lo encuentro falso, falso: es una simulación del arrebato, es algo así como decir «estaba ciego de»… Yo me daba perfectamente cuenta de que me metía en el agua: para eso me había quitado los zapatos y seguía metiéndome aunque ya no podía levantar más las faldas. Me daba un poco de vergüenza… no, de lo que me daba un poco era de miedo; de eso es de lo que me daba vergüenza, pero quería saber su nombre. Ahora ya no me da miedo y sigue dándome vergüenza. Bueno, yo creo que también sigue dándome miedo. ¿No es idiota seguir pensando en ello? No se me borra de la cabeza, es como un rasguño o un cardenal, una lesión, como cuando dice uno, «debo haberme dado un golpe aquí, porque me duele»… Pero no fue un golpe inadvertido, fue todo lo contrario, un propósito del que ya no podía apearme, necesitaba saber su nombre.

Rosa Chacel

22/11/07

El Parque

-Al parque, ¿le parece bien?

Lía asintió mordiéndose el labio inferior para aguantar la risa. En Ribanova, desde tiempo inmemorial, el Parque era refugio de novios furtivos, de amantes que se perdían por los rincones para besarse sin ser vistos, que aprovechaban las plazoletas solitarias para intercambiarse caricias, inquietos casi siempre ante la posibilidad de ser descubiertos por los niños que jugaban al balón o, peor aún, por el guardia de la porra tan dado a sancionar las manifestaciones de afecto. Pero Javier Aldao no recordaba ya que el Parque era una especie de paraíso sentimental para los enamorados ribanovenses.

Marta Rivera de la Cruz

15/11/07

Tomarla en mis brazos

Tomarla en mis brazos, besar aquel trozo de piel donde el cabello dorado se convertía en una pelusilla blanca y sedosa. El perfume dulzón mezclándose con otro aroma, el mío; su mano que descansa en mi vientre, y las puntas de sus dedos que descienden tamborileando hacia la cumbre de mis muslos; abrir las piernas y adelantar las caderas; rodar y revolcarnos enredadas en una masa de brazos y piernas; estremecimiento salvaje y la habitación que se fragmenta en trocitos y se disuelve.

Lucía Etxebarria

11/11/07

Venecia


Venecia, por ejemplo. La noche artificial de Venecia que se presentaba más orcura que nunca aunque el reloj señalase exactamente, las doce del mediodía. Y la estupidez tudesca de Igneborg (un sexo encendido a ritmo de vals fané) se asustó ante aquella oscuridad inusitada.

Razono, mesuro, hurgo en busca de las raíces clásicas y entiendo, desde siempre, que Venecia no puede ser hermosa porque encarna la negación del Ideal. Una ciudad donde el día es noche, donde los cascajos antaño gloriosos sucumben bajo el peso de la muerte, una ciudad así ya no es belleza, sino desastre.

Terenci Moix

7/11/07

A mejor vida

Pasar a mejor vida... ¿De quién se puede decir esto, de los héroes, de los santos, de los que tuvieron una muerte gloriosa o de los que tuvieron una vida aperreada? De todos, creo, porque lo de mejor parece una comparación y de lo que se trata es de lo incomparable, de lo increíble, de lo pasmoso y de lo fácil que es pasar por una puerta, una puerta giratoria, una puerta que parece que se mueve por sí misma, que no hay que abrirla, sino que hay que echarse a ella, entregárse a tiempo porque ella sigue girando y otros vienen detrás, otros que tienen que pasar igualmente... y uno pasa y entra en otro mundo... ¿Qué es lo que pasa cuando uno pasa?... No pasa nada... ¿Qué es lo que ve?...

Rosa Chacel

5/11/07

Palabras

Combate cuerpo a cuerpo entre los vivos y los muertos. Resucitación boca a boca entre el poeta y la palabra. Bésame con el hueco de tu boca, la cueva donde las palabras se excavan, las palabras cubiertas de arena bajo el tiempo. Bésame con el hueco de tu boca y recibiré el don de lenguas.

Jeanette Winterson