20/2/08

Sino

Yo era por entonces, en aquellos años de incertidumbre, una de esas estudiantes vagas y feúchas, siempre vestidas de negro, cuya única verdadera ocupación parecía consistir en contemplar las cosas desde fuera. El paso del tiempo había dado con mis huesos en la ciudad de la luz, donde, sea dicho de paso, conocí a muchos perdedores y a algún que otro famoso de economía poco saneada. Siempre he creído que nosotros, los tímidos, los desapercibidos, los pobres de espíritu, estamos destinados a presenciar en silencio la vida de los otros.

Cuando yo llegué, París había dejado de ser una fiesta para convertirse en un enorme y esplendoroso vertedero. Casi todos veníamos a París huyendo: huíamos de nuestros países como quien huye de una ciénaga, el camino embarrado y previsible trazado por nuestra abuela, la trampa de miel de los afectos familiares. Huíamos de nuestras posibles vidas. Esa terquedad se me antoja ahora un síntoma de indefectible inocencia, de vanidad, de ignorancia. Pues todos acabamos sabiendo más tarde o más temprano que la rebeldía no es más que una pataleta vana en nuestro camino hacia la tumba. Que nuestro sino nos perseguirá adonde quiera que vayamos, espectro tembloroso del desencanto. Todas las ciudades son la misma ciudad. No es fácil hacer borrón y cuenta nueva.

Blanca Riestra