2/6/08

Javier

Removía pensativa el poco café que aún contenía su taza, como resistiéndose a dar el sorbo definitivo. Había quedado con él en su casa y estaba extremadamente nerviosa, pasaban cinco minutos de la hora fijada y parecía que el timbre no iba a sonar nunca.

Los bártulos se amontonaban al lado del sofá: dos cajas que acumulaban los retazos de un pasado tejido al unísono. Miró el reloj y se cercioró de que ya no eran cinco, sino ocho los minutos de espera. Así que se apartó del mesado, posó el café ya frío e insípido en el fregadero y se acercó a una de las cajas para echar una ojeada y no pensar. Entonces vio la carpeta de cuero negro y el estuche. Javier era un maniático, revisaba constantemente sus exposiciones, repasaba cada afirmación mudando las pausas, buscaba los fallos que nadie, excepto él, podría advertir. Rara vez dejaba un escrito tal y como lo había concebido en su génesis y solía consultar con ella qué palabra o qué expresión era la más acertada. Vivía volcado en el trabajo, pero eso jamás le había impedido dedicarle tiempo a su vida personal, a ella. Decía que compartir el conocimiento era uno de los grandes tesoros del hombre contemporáneo. Y ella lo admiraba, porque había aprendido de él, porque Javier la había tratado como a un igual, porque se había preocupado de que el amor que sentía por ella no la menguase, que la ayudase a crecer.
La carpeta era su primer regalo. Recordó cuánto le había costado encontrar el obsequio apropiado para un profesor de universidad convertido en amante. Sabía lo mucho que le gustaba a Javier la música clásica, pero pensó que un disco era demasiado impersonal y que aventurarse a regalarle entradas conjuntas para un concierto podría ser interpretado como un modo de afianzar la relación o algún otro malentendido que deseaba evitar. Con lo que atendió a la lógica y optó por el archivador más exquisito de todo el centro comercial. Por supuesto, Javier no lo llevaba a clase, pero sí que lo empleaba para guardar sus notas y las ponencias que redactaba. Ella había asistido a varias de sus charlas, a algunas como acompañante y a otras como alumna de la universidad. La verdad es que Javier era un buen conferenciante. Su oratoria no resultaba pesada y el tono era amigable y cercano. A ella le encantaba notar la intensidad que aplicaba en cada golpe de voz y comprobar cómo el mismo entusiasmo se reflejaba en su gesto. Y no sólo eso, también era un magnífico profesor. Sus explicaciones eran claras, lo cual facilitaba abundantemente el estudio de la asignatura, y no mostraba impedimentos a la hora de atender cualquier duda. Fue esa accesibilidad la que les concedió la oportunidad de conocerse más allá del protocolo académico.
¿Que si había pensado que aquello era una locura? ¡Claro que lo había pensado! Millones de veces. Pero se merecían la felicidad que habían compartido durante tres años. Después de todo, ella destacaba por su madurez, por su forma peculiar de ver la vida, y él no se parecía en nada a sus congéneres. Ambos disfrutaron de su compañía, de lo que se confesaban, de lo que suponían descifrar del otro. No, no había nada malo en quererse como lo habían hecho. Javier era un hombre sensato que no habría estado dispuesto a perder el tiempo si hubiese sabido que aquello no les llevaba a ninguna parte. Y ella no se habría enamorado de buenas a primeras.
Volvió a mirar el reloj y se percató de que había pasado media hora más. La espera la estaba matando. ¿Y si no venía? Eso sería absurdo. Las cosas eran suyas y Javier la había llamado por la mañana para recuperarlas. A lo mejor se lo había pensado y había decidido no acudir a la cita, llamar de un momento a otro para posponerla y evitar el mal trago por un par de días. O quizás prefería que siguiesen en su casa para mantener la esperanza de una reconciliación. Quizás Javier aún la quería y todo aquel trance le dolía tanto como a ella. Se habían enseñado demasiado el uno al otro, lo suyo no podía, no debía terminar de ese modo. Porque ella amaba a Javier, amaba sus manos, tan sabias y tan protectoras, amaba las arrugas de su frente, amaba sus camisas, amaba su caligrafía, amaba la curva que su sonrisa le dibujaba en las mejillas. Javier no era su pasado, seguía siendo su presente. Ella era Javier, y lo sería siempre. Javier. Javier... Y, haciéndose un hueco en la habitación, el sonido del telefonillo la sacó de sus pensamientos.