3/10/08

Javier (IV)

Estaba a punto de llamar a la puerta 19 cuando la profesora Santamaría salió de su despacho.

- ¿Buscas al profesor Aledo?-le preguntó mirándola de arriba a abajo.

- Sí, eh, buenas tardes. Quería consultarle unas dudas que tengo sobre la próxima práctica.

- Es normal que las tengas, porque parece que no acudes a clase a menudo- la profesora Santamaría, que impartía Técnicas de Modificación de Conducta en cuarto curso y era famosa por la actitud desdeñosa que dedicaba a todo ser viviente que careciese de órgano sexual masculino, empezaba a caerle realmente mal-. Javier no está.

- ¿No? Vaya, la verdad es que he venido un poco tarde. Ya le veré mañana en clase- concluyó. Si Santamaría confiaba en que apelase a la cortesía, se equivocaba.

- Creo que no me has entendido. Javier no está en la universidad. Esta semana se ha despedido de los alumnos.

-Pero, ¿dónde está? Quiero decir, ¿por qué se ha marchado?

- Señorita, el profesor Aledo ha pedido una excedencia para incorporarse a un proyecto de investigación en el extranjero y, a buen seguro, a estas alturas ya se habrá instalado en Argentina. Si le interesa, sus clases serán ahora coordinadas por el profesor suplente.

Argentina. ¿Argentina? Argentina se repetía como un eco chirriante en su cabeza. Ya se habrá instalado en Argentina. Pero, ¿qué demonios significaba eso? ¿Por qué se había marchado Javier? Ni siquiera se despidió de Santamaría, solamente echó a correr para salir cuanto antes de aquella facultad.

Todo comenzó al llegar a la capital. Sus padres no habían visto con buenos ojos su decisión de cursar Psicología, pero los buenos resultados académicos la respaldaban, y el acolchado notable en Selectividad fue el empujón definitivo. Terminadas las gestiones universitarias, había emprendido la deleitosa misión de dar con el apartamento de sus sueños: uno que no fuese extremadamente caro y que le permitiese pintar a sus anchas si la llamada de las musas despertaba su instinto. La posibilidad de establecerse por su cuenta y fijar sus propios horarios le permitiría gozar de la libertad suficiente como para que nunca faltase en casa un lienzo por estrenar. Además, sabía lo difícil que podía ser la convivencia y no quería que ningún factor externo eclipsase las visitas de Marta y Raquel, sus mejores amigas. Conocía a Marta desde la guardería y allí habían compartido tanto novios como pucheros. En el colegio, Raquel había aparecido en el patio de entre la multitud fluctuante para preguntarles si alguna de ellas podía abrir su zumo, y, con el tiempo, las tres habían formado un triángulo de vértices perfectos. Por su parte, Marta, que muy de niña había descubierto un desenfrenado amor por Rita Hayworth y que se quejaba de que hoy en día no quedaban mujeres en el mundo capaces de mantener una relación medianamente normal, contaba con una plaza en Medicina. Y Raquel, una prodigiosa joven violonchelista y cinéfila hasta la saciedad, perfeccionaría su técnica en el nuevo conservatorio con el fin de superar las pruebas de la Orquesta Sinfónica. Ambas habían insistido en que un piso para las tres sería una aventura para no olvidar, pero la cuestión de vivir sola era una cuenta pendiente consigo misma y, tan pronto como leyó en el periódico local el anuncio de un pisito en la calle Real, tuvo claro que aquél sería su hogar, sin saber, todavía, que esas paredes acogerían los momentos más dulces que jamás pudo imaginar junto a Javier.

Pero Javier no estaba. Es más, estaba en Argentina. Deambuló durante horas por el parque y la zona antigua. No quería volver a casa, le asustaba volver porque, por primera vez en tres años, le resultaba deprimente que no hubiese nadie esperándola. Finalmente, entró en una cafetería y se sentó en el rincón más apartado. Se percató, al notar el contraste de luz cuando miró por la ventana, de que ya había oscurecido, y el reflejo del cristal le devolvió la mueca de desconcierto. Era absurdo pensar que Javier viviese en otro país, otro continente y otro hemisferio. No recordaba haberle oído hablar de una oferta de trabajo de esa envergadura. Estaba segura de que, por supuesto, se lo habría dicho, porque siempre lo comentaban todo y Javier contaba con su criterio. Javier no era un romántico empedernido, pero tenía la virtud de hacer que las palabras adquiriesen un matiz especial cuando él las pronunciaba. Era un hombre maduro, con años de luchas por los que ella aún no había pasado. No me importa la edad, no me importa de dónde vengamos. No quiero que nos expliquemos nuestros errores. Sólo quiero que seamos tú y yo. Juntos.