29/1/09

Javier (VII)

El bienio parisino resucitó en el alma de Javier tan pronto como la vio por los pasillos. El pelo corto, moreno y liso, destapaba dos orejas diminutas perfectamente alineadas sobre un cuello de cisne lila. Sus ojos verdes, distraídos, caminaban al ritmo que asumieron los latidos del corazón de Javier, que se sintió un privilegiado por respirar el mismo aire que llenaba aquel pecho. Pequeña y graciosa, su belleza era atemporal, el dulce arrullo de un soul. Fue una visión rápida, el segundo que tardó en introducirse en el aula ante su estupefacción, pero Javier siempre recordaría el resultado de ese leve contacto, idéntico al estremecimiento que recorrió su cuerpo cuando contempló La Sorbona por primera vez.

Aturdido, tomó el pestillo de la puerta y la cerró tras de sí.

J’ai perdu mon amie, sans l’avoir mérité, pour un boquet de roses que je lui refusai. Era curioso. La cancioncita infantil que Javier le había enseñado había cobrado un sentido despiadadamente premonitorio. Il y a longtemps que je t’aime, jamais je ne t’oublierai. Hacía más de un mes que Javier se había marchado y más de dos semanas que ella había decidido esperar. Esperar a nada, quizás. O esperar a que el tiempo se lo devolviese. Con todo, las cosas parecían no querer encauzarse. En la facultad no se había vuelto a saber nada de Javier y ninguno de los profesores le pudo facilitar información sobre su paradero exacto. La época de exámenes se avecinaba enseñando sus garras en forma de apuntes incompletos y el intranquilo poso que sostenía la espera nublaba su concentración tanto o más que las lágrimas de las semanas anteriores. Buscó refugio en la pintura, un vicio que había descuidado cuando la llegada de Javier lo desplazó como una droga pasada de moda, y retomó la adicción sin sentir el vacío de la tregua. Pintó, pintó con el alma en cada trazo, mojando el pincel en un llanto que sólo ahora encontraba el camino certero por el que fluir. Ni siquiera se detenía a considerar el hipotético significado de sus composiciones, cuando exprimía un lienzo hasta secarse por dentro, otro despertaba un nuevo torrente de emociones. La aparente abstracción de sus miedos se tornó nítida en el momento en el que, sobre la tela blanca, los ojos de Javier la miraron. Pero era un Javier distinto. Un Javier más joven, un Javier ingenuo, sin las arrugas fruto del recelo, un Javier que ella no había conocido y que, sin embargo, era cuanto le quedaba de Javier. Un Javier que amaba, que amaría. Un Javier que nunca la habría dejado.

Al terminar el retrato sintió un alivio que no pudo identificar. La cabeza le había dado vueltas y vueltas durante días interminables y aquel reposo intruso estaba fuera de lugar, Javier seguía sin estar allí. Entonces lo supo.

A toda prisa, adecentó el salón, colocando el caballete con sumo cuidado para salvaguardar el lienzo recién concluido y se dio una ducha rápida para quitarse el olor a disolvente. Eran las ocho de la tarde, así que supuso que Marta y Raquel ya habrían vuelto de sus respectivas clases. En la calle, el frío la saludó con un abrazo helado y las farolas la escoltaron hasta la parada del autobús. Los escaparates habían perdido la luminiscencia en favor de carteles con tentadoras ofertas, los coches empezaban a asomar la escarcha sobre las lunas y las multas y a través de las ventanas de los edificios se distinguían las siluetas de los presentadores de informativos en las televisiones. No echó en falta el mp3 que solía acompañarla, quería observar lo que había a su alrededor porque ya había descubierto cuanto necesitaba advertir de sí misma.

El trayecto se le hizo corto pensando en cómo se lo diría a sus amigas. Raquel pondría el grito en el cielo, de eso estaba segura, pero Marta la apoyaría. Era cuestión de exponer los hechos de manera que los pros se disparasen por encima de los contras. Y no sería difícil. Después de siete paradas, bajó del autobús y se encaminó al portal que localizó al instante.