23/6/08

Pensaba en Teresa

Pensaba en Teresa mientras caminaba lentamente, acudiendo a otra cita peligrosa, más peligrosa aún porque no cabían los malentendidos y porque había pasado demasiado tiempo, y la recordaba, la chaqueta de ante y el gorro de lana negra, tan distinta de la mujer con quien había tropezado en una hamburguesería un par de años antes, o quizás tres, no se acordaba bien. Llegó a sentir cierta emoción, pero no se inquietó por ello. Proyectó una estúpida travesura, comprar flores nuevas, aunque ya no fueran violetas, y se sorprendió sonriéndose a sí mismo, imaginando la imprevisible reacción que tal regalo desencadenaría en su anónima corresponsal, la mujer X, esa criatura ávida de emociones fuertes, piel hastiada en pos de una violencia imaginaria, sólo un recurso para recuperar la consistencia, el escalofrío perdido, flores, un gesto en definitiva distante, por lo cortés, para con aquella niña triste que buscaba la felicidad fuera del camino vallado, de espaldas a la aparente dignidad de los seres humanos. Sería divertido verlo, pensó, sonriendo todavía, mientras recorría el último tramo echando un vistazo a su alrededor, apostando contra sí mismo a que no encontraba una floristería abierta por los alrededores. Desembocaba ya en la Plaza de España cuando tropezó con una anciana diminuta, una melena de canas despeinadas enmarcando un rostro muy pequeño, los ojillos rasgados como dos puñaladas y los labios finos, que vendía las pocas flores que cabían en dos cubos de plástico llenos de agua. Él se detuvo en seco, como si por un instante creyera en el destino. Ella le miró sonriente.

Almudena Grandes

16/6/08

La canción más hermosa del mundo

Les presento a mi abuelo bastardo,
a mi esposa soltera,

al padrino que me apadrinó
en la legión extranjera,

a mi hermano gemelo,
patrón de la merca ambulante,

a Simbad el marino
que tuvo un sobrino cantante,


al putón de mi prima Carlota
y su perro salchicha,

a mi chupa de cota de mallas
contra la desdicha,

mariposas que cazan en sueños
los niños con granos

cuando sueñan que abrazan
a Venus de Milo sin manos.


Me libré de los tontos por ciento,
del cuento del bisnes,

dando clases en una academia
de cantos de cisne.

Heredé una botella de ron
de un clochard moribundo,

yo quería escribir la canción
más hermosa del mundo.

Joaquín Sabina

10/6/08

Cuando una mujer escribe una novela protagonizada por una mujer

En el transcurso de un simpósium internacional sobre la literatura de mujeres dije por primera vez en público una frase que luego he visto repetir a otros convertida en un tópico colectivo. Que se me perdone la jactancia de reclamar la autoría de la frase, pero quizá sea la única ocasión en la que un pensamiento mío adquiera vida propia y pase a formar parte de los dichos anónimos de la sociedad. Y lo que dije fue: Cuando una mujer escribe una novela protagonizada por una mujer, todo el mundo considera que está hablando sobre mujeres; mientras que cuando un hombre escribe una novela protagonizada por un hombre, todo el mundo considera que está hablando del género humano.

No tengo ningún interés, absolutamente ninguno, en escribir sobre mujeres. Quiero escribir sobre el género humano, pero da la casualidad de que el cincuenta y uno por ciento de la Humanidad es de sexo femenino; y, como yo pertenezco a ese grupo, la mayoría de mis protagonistas absolutos son mujeres, del mismo modo que los novelistas varones utilizan por lo general personajes principales masculinos. Y ya va siendo hora de que los lectores hombres se identifiquen con las protagonistas mujeres, de la misma manera que nosotras nos hemos identificado durante siglos con los protagonistas masculinos, que eran nuestros únicos modelos literarios; porque esa permeabilidad, esa flexibilidad de la mirada, nos hará a todos más sabios y más libres.

Rosa Montero

9/6/08

Tenemos que hablar


El "tenemos que hablar" pronunciado con un determinado tono de voz presagia lo peor. Irrumpe en la vida cotidiana como anuncio de algo que nos hará cambiar radicalmente. Sabes que las cosas ya no funcionan desde hace tiempo: la intimidad ha desaparecido, las explicaciones de las ausencias suenan a excusa, lo que antes te hacía gracia ahora te produce un cierto fastidio, sueles quedarte perpleja mirándole como si no le reconocieras o identificaras con el hombre con el que te casaste, seguramente enamorada... Y entonces, cuando dice que hay otra y que además se va a ir a vivir con ella, sientes rabia. Primero te quedas algo anonadada, como si no pudieras reaccionar, y luego sientes ganas de pegarle y tirarle cosas a la cabeza, y gritar y decirle que te ha estafado.

Carmen Alborch

7/6/08

Después de aquel beso

Pero luego, después de aquel beso larguísimo frente al escaparate, pensó que incluso si no volvía a ver a Juan, incluso si había echado por tierra la posibilidad de una amistad, incluso si se estaba comportado como una niña, siempre le quedaría el recuerdo de aquellos minutos (la luz, el sonido amplificado de dos respiraciones sincronizadas, la lengua que exploraba en su boca, las manos que le acariciaban la nuca, todo tan concentrado como para que no existiera nada más que ese beso en el mundo) y que eso no se lo iba a quitar nadie, nunca. Y con eso le bastaba.

Lucía Etxebarria

2/6/08

Javier

Removía pensativa el poco café que aún contenía su taza, como resistiéndose a dar el sorbo definitivo. Había quedado con él en su casa y estaba extremadamente nerviosa, pasaban cinco minutos de la hora fijada y parecía que el timbre no iba a sonar nunca.

Los bártulos se amontonaban al lado del sofá: dos cajas que acumulaban los retazos de un pasado tejido al unísono. Miró el reloj y se cercioró de que ya no eran cinco, sino ocho los minutos de espera. Así que se apartó del mesado, posó el café ya frío e insípido en el fregadero y se acercó a una de las cajas para echar una ojeada y no pensar. Entonces vio la carpeta de cuero negro y el estuche. Javier era un maniático, revisaba constantemente sus exposiciones, repasaba cada afirmación mudando las pausas, buscaba los fallos que nadie, excepto él, podría advertir. Rara vez dejaba un escrito tal y como lo había concebido en su génesis y solía consultar con ella qué palabra o qué expresión era la más acertada. Vivía volcado en el trabajo, pero eso jamás le había impedido dedicarle tiempo a su vida personal, a ella. Decía que compartir el conocimiento era uno de los grandes tesoros del hombre contemporáneo. Y ella lo admiraba, porque había aprendido de él, porque Javier la había tratado como a un igual, porque se había preocupado de que el amor que sentía por ella no la menguase, que la ayudase a crecer.
La carpeta era su primer regalo. Recordó cuánto le había costado encontrar el obsequio apropiado para un profesor de universidad convertido en amante. Sabía lo mucho que le gustaba a Javier la música clásica, pero pensó que un disco era demasiado impersonal y que aventurarse a regalarle entradas conjuntas para un concierto podría ser interpretado como un modo de afianzar la relación o algún otro malentendido que deseaba evitar. Con lo que atendió a la lógica y optó por el archivador más exquisito de todo el centro comercial. Por supuesto, Javier no lo llevaba a clase, pero sí que lo empleaba para guardar sus notas y las ponencias que redactaba. Ella había asistido a varias de sus charlas, a algunas como acompañante y a otras como alumna de la universidad. La verdad es que Javier era un buen conferenciante. Su oratoria no resultaba pesada y el tono era amigable y cercano. A ella le encantaba notar la intensidad que aplicaba en cada golpe de voz y comprobar cómo el mismo entusiasmo se reflejaba en su gesto. Y no sólo eso, también era un magnífico profesor. Sus explicaciones eran claras, lo cual facilitaba abundantemente el estudio de la asignatura, y no mostraba impedimentos a la hora de atender cualquier duda. Fue esa accesibilidad la que les concedió la oportunidad de conocerse más allá del protocolo académico.
¿Que si había pensado que aquello era una locura? ¡Claro que lo había pensado! Millones de veces. Pero se merecían la felicidad que habían compartido durante tres años. Después de todo, ella destacaba por su madurez, por su forma peculiar de ver la vida, y él no se parecía en nada a sus congéneres. Ambos disfrutaron de su compañía, de lo que se confesaban, de lo que suponían descifrar del otro. No, no había nada malo en quererse como lo habían hecho. Javier era un hombre sensato que no habría estado dispuesto a perder el tiempo si hubiese sabido que aquello no les llevaba a ninguna parte. Y ella no se habría enamorado de buenas a primeras.
Volvió a mirar el reloj y se percató de que había pasado media hora más. La espera la estaba matando. ¿Y si no venía? Eso sería absurdo. Las cosas eran suyas y Javier la había llamado por la mañana para recuperarlas. A lo mejor se lo había pensado y había decidido no acudir a la cita, llamar de un momento a otro para posponerla y evitar el mal trago por un par de días. O quizás prefería que siguiesen en su casa para mantener la esperanza de una reconciliación. Quizás Javier aún la quería y todo aquel trance le dolía tanto como a ella. Se habían enseñado demasiado el uno al otro, lo suyo no podía, no debía terminar de ese modo. Porque ella amaba a Javier, amaba sus manos, tan sabias y tan protectoras, amaba las arrugas de su frente, amaba sus camisas, amaba su caligrafía, amaba la curva que su sonrisa le dibujaba en las mejillas. Javier no era su pasado, seguía siendo su presente. Ella era Javier, y lo sería siempre. Javier. Javier... Y, haciéndose un hueco en la habitación, el sonido del telefonillo la sacó de sus pensamientos.