24/10/08

Santiago

Cuentan que ciertos olores tienen el talento mágico de filtrarse en la memoria, y que, cuando surgen de la nada (o de un Todo tan misterioso como el vacío), trasladan a quien los percibe a momentos y parajes que nunca podrán volver sino gracias a esa disposición antojadiza. En cambio, hay pocos lugares, aquéllos que no se asemejan a ningún otro, capaces de apoderarese por completo de los sentidos y colmar de emociones vidas sin cuya presencia serían demasiado insulsas. Es tal la fuerza que en ellos impera, que traspasan el límite de lo finito y descansan durante la eternidad en la delicada línea que separa el tiempo del espacio. Perduran atados al universo viendo correr las estaciones, mudan su piel según las modas, regalan aromas que sellarán el mapa de las palabras sólo dichas en susurros. Y Santiago, Santiago huele a piedra mojada.

Sus calles son surcos robados a la historia, tapizados con esa piedra única de bienvenida. Dibujan sobre la tierra secretos de antaño y, reflejo vítreo del cielo lloroso, desafían a la noche que las teñirá de luz artificial, mientras el granito juega con los tonos marrones que brillan en invierno y acogen el musgo amarillo de la edad. Las encrucijadas, las fuentes, las estrechas callejuelas, huyen hacia el esplendor abierto de una plaza milenaria custodiada por figuras cambiantes que se alimentan de calderilla. Suaves montes y un pico sagrado arrullan a la ciudad y pulen las flaquezas de los visitantes. Así la cumbre sacia los pulmones de gozo ante la visión de un puzzle perfecto. Sus gentes saben a voz popular, a relatos pintados al calor de la experiencia, a culturas que se funden y comparten el camino andado. Aquí, el bullicio canta entre cafés, cobijado al abrigo de estudiantes y escritores varados en el recuerdo, y, bajo los soportales, se resguarda la música del murmullo y la bohemia. Por las mañanas se reza a la frescura. Un pequeño auditorio sapiente madruga en ofrenda al comercio tradicional, porque el mayor tesoro que uno puede brindar es el otorgado en honor a la amistad. La memoria reciente tiene nombre de mujer y la forma de dos estatuas coloridas, las leyes frenan las profanas ansias locas de los edificios por tocar las nubes y el fuego se viste de fiesta. No hay mar que anuncie navegantes, pero existe una humedad que todo lo envuelve y amaina las penas. A menudo parece que el sol se negara a ocultarse, que desearía acurrucarse en el horizonte e iluminar la fachada de la fe hasta el fin de los días. Un pacto secreto con el calendario hizo especial a Santiago y, desde entonces, el mundo acude a descifrar el enigma. Sin embargo, lejos de cumplir dicho propósito, su embrujo pasa de generación en generación, contenido en conchas y dulces, sin hallar una explicación palpable que justifique ese peculiar deleite. Como espejismo frágil y efímero, Santiago alberga la puerta del paraíso, que olerá por siempre a incienso. Y a piedra mojada.

publicado en Santiagosiete, nº 82

1 comentario:

Javier dijo...

Se trata de un lugar, desde muchos puntos de vista, paradisiaco. Quizás lo fuera más, de no haberse construido ese enorme y kafkiano laberinto de calles: el ensanche, que parece sacado del peor suburbio industrial. Sales de la zona vieja y todo se vuelve gris, sucio y descuidado. Causa desazón

Como con todo, el tiempo hace que acabes viendo también su encanto (Galicia no sería Galicia sin su característico feísmo) pero eso no impide afirmar que la zona nueva mató a esta ciudad para siempre.

De todas formas, podemos considerarnos privilegiados por vivir donde vivimos. Sin duda alguna. Solo espero que en el futuro todo ello se cuide, y las "motos" (si paseas a menudo sabrás a lo que me refiero) no se cuelen hasta el sepulcro mismo del apostol

Un Saludo