11/6/07

María


María contemplaba el mar del norte que un viento frío erizaba y que iluminaba un sol sutil, mientras el cielo se deshacía interminablemente en lluvia, como sus propios ojos amenazaban deshacerse en lágrimas. Aquella sucesión de infinitos matices de verde (la tierra) y de gris (el cielo) le recordaban a los ojos de Grahame, los mismos ojos que cruzaron con los suyos aquella mirada desolada. Una vez más, María había preferido poner tierra de por medio ante una situación que le desbordaba. Imposible explicar por qué lloraba tanto, a quién echaba en realidad de menos, si a Grahame, o a Miguel, o a Lilian, o a Andy, o a la María presuntamente feliz, de una complacencia ignorante y bovina, que había sido apenas seis meses antes, cuando la vida era tibia y plana, sosegada, y cada día, en su beatitud, parecía idéntico al anterior y al siguiente.

El mar, esa llanura inmensa y móvil, contenía millones de billones de trillones de pequeños organismos que habitaban en él, como dentro de María convivían infinitas Marías que componían todo el espectro definible de personalidades femeninas. No se aburrió ni un sólo momento, a solas consigo misma, o con sus nosotras, los ojos invadidos del reflejo del mar, inacabable. Pasó allí dos noches, jugó con las gaviotas, contempló los juegos de las focas, y, por fin, se decidió a volver.

Lucía Etxebarria

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